Confesiones de Benito Souza, vendedor de muñecas


NO SOY UN PERVERSO. Mi trato con las muñecas es meramente comercial.
No me es fácil habituarme a ellas . Apiladas en cajas en un rincón de mi cuarto,
solía imaginarlas con recelo o con odio. Pero nunca intente destruirlas o malbaratarlas.
Si deseaba deshacerme de ellas, era solamente por necesitar el sustento.
Sé que las mujeres y los niños me miran con miedo y morbosidad, cuando salgo con mi pequeño maletín en la mano. Algunos me acusan de sonámbulo. No puedo desmentir tales acusaciones, pero prefiero desoírlas para
evitar pensamientos qu puedan conducirme a cualquiera de los pecados . Los hombres me observan impertinentes, y sin que lo sepan adivino sus deseos de pegarme hasta verme manchado de sangre, humillado al implorar perdón entre lloriqueos. Pero, como los niños, no se atreven siquiera a hacerme burla.

Sé que los gordos no podemos ser elegantes. Yo lo intento y creo haber logrado disimular a veces la desfachatez que conlleva a toda obesidad. Aliño mi ropa cuidadosamente y me arreglo matemáticamente delante del espejo, espantando cualquier asomo de vanidad. Sin embargo, lo gastado de mi traje me delata, y el sudor y los resoplidos a que me obligan las escaleras al subirlas , desfiguran mis intentos de elegancia.

Delante de los clientes, debo fingirme simpático, aún cuando al sonreír me sea imposible ocultar mis dientes consumidos por el tabaco. MI mano gorda y flácida, casi amorfa, produce una sensación desagradable al estrecharla, debido al sudor producido por el trabajo de cargar el maletín largamente. He notado que quienes sufren esa sensación, que no dudo en calificar de asquerosa, no saben qué hacer. Algunos se frotan los dedos mientras una mueca les desdibuja sutilmente el rostro. Otros tratan de aparentar que no han sentido nada. Casi todos no saben dónde poner la mano, ni que decir. Sólo un hombre elegantemente alto acertó a secarse con el pañuelo. Ninguno ha corrido a lavarse las manos.

Al disponerme a abrir mi viejo maletín, las niñas me miran petrificadas, con ojos enormes en espera de milagros. Las madres, en cambio, creen estar siempre apresuradas y me ven como a un merolico dispuesto a la estafa. Ciertamente no soy un juguetero, a quien se mira con despectiva ternura, pero mi oficio me presta una dignidad difícil de entrever. Pausadamente dispongo mis trebejos y trato de animar las pálidas muñecas, a las que de otra manera yo mismo encuentro horrendas. Aprender a caminar con ellas no me fue fácil. Uno debe evitar encorvarse como vendedor de lotería, y los pasos cortos deben ser exactos y graciosos. Al precisión al andar debe carecer de afectación.

Mientras llevo de la mano a la muñeca, le coqueteo a madre e hija, sin mayor deseo que el de una buena venta. Sé que se cuentan historias irrepetibles acerca de mis bajos propósitos pediátricos. No necesito desmentirlas: las niñas saben que mi mirada es pura , con toda la pureza de que es capaz el odio.

Cuando recibo el pago, cuento los sucios billetes con avidez tacaña delante de los compradores. No es por ambición : si lo fuera, sería agiotista. Es por dejar lo más repugnante de mi en la muñeca, que atormentará las noches de esa niñas que no saben qué soñar. Entonces me despido con una pérfida mueca que no intenta ser sonrisa, dejando ver la putrefacción de mi boca.

Nunca he vendido muñecas rusas por que creo que son de espías o de degenerados. He aprendido a inventar historias para cada muñeca, que cambiarán cuando una niña esboce una nueva, más ramplona y baladí. Jamás me he enamorado de ninguna de ellas , aunque lentamente he comprendido que les voy dejando un poco de mi vida, que debo prestarles para dar sentido a su rostro, que de lo contrarío permanecería impersonal, tal y como me ven desde las cajas, en la noche, cuando me van robando el alma. Pronto seré un cadáver viviente, un muerto vivo que deambula por las calles asustando a la gente. Ya no sé siquiera por qué enseño a escribir a la muñeca que tengo en mis piernas.
Javier García Galiano.


Naturaleza Muerta




La jaula de tía Enedina


Desde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Mi madre dice que enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía encerrada en el cuarto de trebejos que está en el patio de atrás. Conforme se acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera me preguntaban cómo seguía. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda, en cambio, a nadie le importaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarle comida a los animales y a la tía.
Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre dice que no soy su hijo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que nadie me quiere. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Es Goyita también la que cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo enloqueció mi tía Enedina.
Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Ese hombre le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia, le dijo que para siempre sería una mujer soltera y que él compadecido de su futuro le regalaba una enorme jaula dorada para que se consolara en su vejez cuidando canarios. El hombre se fue sin darle más detalles.
Tal como lo dijo aquel hombre, el novio no se presentó a la iglesia, y mi tía Enedina enloqueció de soledad. Me cuenta Goyita que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su Jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años, yo no he podido llevarle su canario. En casa a mi no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme ninguno, y el día que le robé el suyo a Doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Yo lo tenía escondido en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.
La verdad, a mí me da mucha lástima la tía y como nunca he podido traerle su canario, hoy decidí darle caricias. Entré al cuarto... Ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado a otro. Se dio cuenta de que eso para mí era fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montó de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula dorada y se mecía. El balanceo era algo más que triste. Parecía una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.
A tientas, entre tumbos y tropezones, comencé a perseguirla. ¡Qué difícil me fue atraparla! Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran semejanza con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organza, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo esto a cambio de un canario que por más que me empeñaba, no podía regalarle.
Después de aquello, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas y buscaba mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, me incrustaba sus uñas, me mordía y sus huesos afilados y puntiagudos se encajaban en mi carne, me dañaba. Así que decidí mejor darle un canario, costara lo que costara.
Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del canario. Todos los días le llevo un poco de alpiste, de ese que compra Goyita para su jilguero.
Lo del canario parece imposible. No puedo conseguirlo; ya ha pasado más de un año. Yo no quiero volver a tocarla y le he propuesto para su jaula el jilguero de Goyita. Ella se ríe como ratón, babea y pega de saltos y mueve negativamente la cabeza. Lo bueno es que se ha conformado con los puñitos de alpiste que diariamente le llevo.
Porque me sentí demasiado solo resolví entrar al cuarto de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor han pasado ya dos años. A tía Enedina la he notado más calmada, puedo decir que hasta un poco mansa. Pensé que ya no arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y el haberla notado apacible.
Ya dentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Yo la necesitaba y esperé largo rato hasta que me acostumbré a la penumbra y fue cuando pude ver dentro de la jaula a dos niñitos, escuálidos, esqueléticos, albinos. Tía Enedina les daba alpiste y los contemplaba tiernamente ahí encaramada sobre la jaula.
Mis hijos flacos y dementes, comían alpiste y trinaban....

Adela Fernández

Subjetividad e Intercorporalidad segun Ginsberg


"... una experiencia humana importante consiste en relacionarte contigo mismo y con otros como un pedazo de carne. Es una manera de perder el ego, un yoga dividido y un santo de perdida del ego: enrollarte en una orgía y ser reducido a un anónimo pedazo de carne; venirte y reconocer tu propio anonimato orgiástico. No es un lugar donde quieras pasarte toda la vida, pero ciertamente es un lugar que tú quieres ver y experimentar como una lección y una experiencia divinamente bestiales y maravillosas. Para eso se usaban las orgías dionisiacas; es un rito ancestral. No creo que haya nada de malo en relacionarse con la gente a un nivel puramente carnal, mientras no te dejes atrapar por eso todo el tiempo y no te mantengas en este único nivel de conciencia como hacen algunos maricas..."

Allen Ginsberg