Castoriadis, un titán del espíritu
Edgar Morin
Texto reescrito por Edgar Morin en base a su discurso en el funeral de Cornelius Castoriadis. Traducción de Alejandro Pignato para Zona Erógena, revisada para esta copia digital.
Después de la guerra greco-turca de 1921 tanto los griegos que se habían instalado en Asia Menor como los turcos que vivían en Macedonia, desde hacía varios siglos, tuvieron que dejar su tierra natal. Unos y otros padecieron las primeras depuraciones étnicas de este siglo veinte. Así, la familia Castoriadis tuvo que abandonar Estambul para ir a Atenas poco después del nacimiento de Cornelius.
La segunda guerra mundial iba a orientar su destino. El adolescente Castoriadis se unió en Atenas, en 1944, al partido trotskista, que sufría la represión gubernamental y la decisión del comité central comunista de llevar a cabo su liquidación física. Castoriadis se refugia en Francia en 1945 y, con Claude Lefort, protagoniza una herejía radical en el seno de la herejía trotskista; la URSS, ya no es considerada como un Estado obrero solamente degenerado, sino como el Estado de una nueva opresión de clase, pierde todo privilegio revolucionario. Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, cuatro letras, cuatro mentiras, escribe Castoriadis. En 1948 funda, con Claude Lefort, el grupo Socialismo o Barbarie, que, sin dejar de criticar al mundo capitalista, denuncia también incansablemente el presente de una ilusión, lo que le vale el rechazo duradero de la izquierda oficial.
Nos habíamos encontrado para sostener la revolución húngara, durante el tumultuoso año de 1956. Luego, cada uno a su modo, nos encaminamos hacia una superación integradora de lo mejor de Marx en una concepción más compleja. Como dice Castoriadis, la continuación de la obra de Marx exige la destrucción del marxismo, transformado, en su apogeo, en una ideología reaccionaria.
En este círculo llamado al comienzo Saint-Just, y luego más modestamente Círculo de investigación y de reflexión social y política (Cresp), es dónde se efectúa una gran re-elaboración, en Lefort y en Castoriadis, y donde uno y otro van a repensar, por vías diferentes, el problema de la democracia.
La idea político-social de autogestión va a profundizarse con la idea filosófica de autonomía, la cual conducirá a Castoriadis a una gran mutación filosófica. La autonomía -darse a sí mismo sus propias leyes- conlleva en sí misma la auto-creación, y nos ubica frente al misterio de la creación misma, que, para Castoriadis, es más que una combinación de elementos preexistentes; el surgimiento de una novedad radical, que constituye una discontinuidad inesperada. Y, en la fuente de toda creación, está el imaginario, inventor de un mundo de formas y de significaciones, que en el individuo es la imaginación radical, y, en la sociedad, imaginario social instituyente. Imaginación y creación están ligadas, incluso en la fuente del pensamiento.
A diferencia de las concepciones dominantes, para las que el imaginario no es más que ilusiones o superestructuras, Castoriadis lo reintroduce en la raíz de nuestra realidad humana, al igual que, a diferencia de las concepciones no aptas para concebir la noción de sujeto, Castoriadis encuentra nuevamente los constituyentes del sujeto (el "para sí", el hecho de que cada uno crea su mundo está dotado de imaginación) y destaca la importancia radical del surgimiento del sujeto autónomo en la sociedad democrática ateniense hace dos mil quinientos años.
Su pensamiento que se afirma a partir de L'Institution imaginaire de la société (Le Seuil, 1975) hasta el último volumen de Les Carrefours du Labyrinthe, Fait et a faire (Le Seuil 1997), toma forma epistemológica: nada de lo que está vivo, humano y social es exhaustiva y sistemática mente reductible a nuestra lógica clásica, que él llama conjuntista-identitaria. Castoriadis ve en lo que él llama magma, sustancia sin forma pero creadora de formas, el sustrato genésico de toda creación.
Esta reconstrucción filosófica no sólo no borra las críticas radicales que Castoriadis hace, en forma diferente, al totalitarismo y al neoliberalismo, sino que entraña la gran aspiración a la cual no dejó de ser fiel: la de una sociedad autónoma constituida de seres autónomos. Y ve en forma sorprendentemente profunda que la consciencia de nuestra mortalidad es la condición de esta autonomía: "No es sino a partir de esta convicción insuperable -de la mortalidad de cada uno de nosotros y de todo lo que hacemos, que podemos vivir como seres autónomos, incluso en los otros seres autónomos y hacer posible una sociedad autónoma".
Corneille -como lo llamamos nosotros- se nutría sin descanso en los textos de Platón y Aristóteles, pero no era un filósofo intramuros: se esforzaba en pensar los componentes de la cultura y del saber de su tiempo. No basta con agregar unos a otros los términos de filósofo, sociólogo, psicoanalista, economista, politólogo para definir su espíritu enciclopédico. Era enciclopédico no en el sentido aditivo del término, sino en el sentido originario griego, que articula los saberes disjuntos en ciclo. Hizo mucho más que mostrar una competencia profesional como economista en la OCDE y luego como psicoanalista. Demostró de manera sorprendente que, contrariamente al dogma establecido, es posible en el siglo XX constituirse una cultura con la condición de ir a los pensamientos generadores, a los problemas, a las grandes obras. Era un hombre de cultura amplia y abierta, enamorado de la música, de la poesía y de la lectura, lector de revistas científicas.
Pensador de la autonomía, atravesó el siglo ajeno a los marxismos oficiales, al positivismo científico tanto como al positivismo lógico, al lacanismo (al que consagró un libelo corrosivo y divertido, rápidamente cubierto de silencios indignados o consternados), al estructuralismo, al post-estructuralismo, al post-modernismo. Con una violencia polémica que yo, a veces, he juzgado como excesiva, odiaba la feria de las vanidades, las reputaciones engreídas. Detestaba las futilidades y la parisianidad y, en un libro reciente, denunciaba el "avance de la insignificancia".
¡Cuántas charlas de café estruendosas no hemos tenido! ¡Cuántos ágapes agradables! ¡Qué fraternidad en las rebeliones y en las desesperanzas! y cómo no recordar en las lágrimas de hoy nuestras risas en su cumpleaños 70 cuando yo recitaba mi "Oda a Corneille". Y cuántas afinidades entres sus ideas y las mías; cómo él, creo en la autonomía, que yo llamo auto-organización; como él, me niego a dejar disolver la idea de creación; como él, creo en el carácter real y radical del imaginario; como él, creo en la posibilidad de una cultura que ponga en marcha al saber; como él, creo en la necesidad y en la insuficiencia de la lógica clásica; como él, creo en la virtud genésica de lo que él llama magma, y de lo qué él llama laberinto que yo llamo complejidad.
Corneille no entró en marcos que resultan normales a la mayoría de los intelectuales, universitarios y políticos. Era enorme, fuera de las normas. Lean las Historias, como se debe, del mundo intelectual, allí no encontrarán sino marginalmente citado a este gran pensador.
De la presencia de sus ancestros en el mundo otomano conservaba un modo de actuar de campesino balcánico pero era un ateniense del siglo de Pericles, teniendo en cuenta la vivacidad de su inteligencia; era al mismo tiempo un cálido mediterráneo, un auténtico europeo en cuanto a su cultura, que llevaba en él Oriente y Occidente; y este inmigrante transformado en francés contribuyó a la riqueza ya la universalidad de la cultura francesa. Hasta el final, siguió siendo vivaz, ardiente, fogoso, apasionado, joven: le gustaba repetir las palabras de Wilde: "Lo terrible de envejecer es que uno sigue siendo joven".
Luego de tres meses de una lucha increíble de todo su ser contra la muerte, este titán se apagó, al lado de su compañera Zoé, su hija, Cybele, su hija, Sparta, su nuera, Dominique y Rilka, su madre. Del fondo de la amistad, del fondo de la fe en la creatividad humana, del fondo de la esperanza y de la desesperanza, yo saludo a la obra, al pensamiento, a la persona de Cornelius Castoriadis.
Con cariño para los alumnos de Edgar (Emilio me permitió usar su licencia de tránsito).
ResponderEliminarGraciela
Qué admirable amistad intelectual la de Morin y Castoriadis! Qué pujante brillo en abundante inteligencia!
ResponderEliminarLa realidad es imaginario. La transformación, en caso de buscarla, se encuentra en esa articulación de los imaginarios institucionalizados y aquellos espacios "huecos" que han de existir en nuestras vidas. ¡Cuánta envidia me dan esas pláticas estruendosas alrededor de una café! aún con esa voluntad creadora.
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