Acercarse a la mística supone adentrarse en el túnel oscuro de las amargas delicias del espíritu, sendero de contrasentidos que confunden al diletante, que lo distancian de las aprehensiones corrientes de lo sacro y lo arrojan a implicaciones existenciales aterrantes. En la praxis literaria de los místicos, por ejemplo, “Dios” cede el paso a una nomenclatura pasmosa: “rayo de tiniebla”, “nube del no saber”, “Dios sin modo” (y su vivencia se reporta como un no sé qué que deja balbuciendo). Cualquiera sea la novísima expresión brindada surge la sensación de haber sido burlados, tomamos como nueva “referencia” aquello que está destinado a cerrarnos el paso por vía nominativa, y no nos damos cuenta de cuán peligroso resulta caminar al lado de estos terroristas que destruyen los significados vulgares con megatones de implosión, instigadores de las fuerzas centrípetas en lenguas castradas.
En un dibujo que San Juan de la Cruz hizo del Monte Carmelo se presentan tres caminos: el de los vicios, sendero maltrecho que no pretende dirigirse a la cumbre; el de las virtudes, camino rectísimo que desconoce la orografía de la montaña y que termina en un destino ajeno a la cima; y el tercero, aquel que tiene las señales “nihil, nihil, nihil, nihil”, éste es el camino por el que se llega a la máxima altura. Y si esto fuera poco escandaloso, el dibujo remata con la leyenda “para el justo no hay ley, él para sí mismo es ley". Queda claro cuán peligroso puede resultar la difusión indiscriminada de estas ideas. El místico puede ser visto como un factor anómico en el que los códigos sociales, siempre relativos, están desafiados por una impresionante vocación introspectiva. El hombre sometido a la fuerza de lo sagrado ya no pertenece al mundo, se convierte en un sujeto tabuado, pues quien transgrede el tabú, acercándose al terror, deviene él mismo tabú, un objeto de fuerza tremenda cuya influencia contaminante sobre la comunidad debe ser extirpada pues representa la conciencia de la profunda precariedad de las creencias y esquemas morales con que los humanos pretenden conducir sus vidas.
En cierta forma la caracterología del místico se emparienta con la del suicida, con la de quien estando entre nosotros está muy lejos, con quien tiene la conciencia de que la verdadera vida está ausente y con quien muere porque no muere. Pero a diferencia de aquellos que viven sólo la patología sin referencia sacra alguna, como los miles que nos rodean, los místicos tienen la capacidad, “camusiana” podríamos decir, de permanecer fieles a la piedra de Sísifo, cuya anábasis es vivida como una empresa de donación de un sentido que, a fin de cuentas, servirá para un carajo, no importa, las cosas no funcionan más en la mística, ¿y para qué pedir que funcionen? Es decir ¿para qué juzgar con principios mundanos lo que no quiere serlo?
Los místicos, especialmente aquellos que son buenos poetas, juegan como trapecistas con las lianas de los términos, esto sucede con el sentido del “sentido”. Si seguimos la ecuación que iguala “sentido” con mundo sensorial, la mística noche del sentido sigue el vector del desprendimiento, abandonando al mundo como circuito del sentido (y sentidos). Pero lejos de ser trágica esta situación se le abraza como “noche amable” que consume y no da pena, como amoroso secuestro express en el que se consiente la violación de todas nuestras categorías y principios existenciales.
Después del éxtasis sólo puede esperarse el hipogeo de lo concreto. El minimalismo es la nueva consiga, no buscar lo más sino lo menos, no lo alto sino lo bajo, no lo noble sino lo vil, el ideal de vida será ser nada en nada, un afán desbocado de anonimato y anihilamiento, evasión de protagonismos de cualquier tipo, ser la muda roca en medio del desierto en cuyo interior fluye aún magma ardiente, el seco dolor que se admira en secreto:
“El desierto se presenta ante mí
Como la única parte de la realidad
Que es indispensable.
O mejor aún, como la realidad
Despojada de todo, salvo de su esencia
…
Mi rostro, pues, es dulce y resignado
Mientras camino lentamente,
Jadeante y bañado de sudor,
Cuando corro
Lleno de un sacro terror,
Cuando miro a mi alrededor esta unidad sin fin”
La moral y las buenas costumbres sucumben en el abismo de la gran duda, Dios se venga de sí y golpea los espejos bajo el azul del cielo, saca del mundo de los hombres el puño ensangrentado, desgarrando su imagen ante las miradas atónitas. Dios amodal que aturde y conmociona, y seguimos llamándole “Dios” por pura pereza. Imposible para las buenas conciencias el contacto polutivo con esta fuerza ambivalente, por eso la revisten pronto de “santidad”, de cualidades morales, lejos del vaho nauseabundo de la vida amorfa.
El misterio reconcilia lo que para el mundo está divorciado, la mística es la resistencia a ser devorados por entero en el mundo de la diferencia y la distinción, es la suave llaga, la circunferencia que está en todas partes y su centro en ninguna, ebria confusión que une los contornos en la noche. Y así, la inocente imagen que proyectan los místicos (levitando con los ojos en blanco) es análoga a la frágil ternura de un oso predador. El sentimiento místico salta de cima a sima, une el éxtasis con el fracaso, la esperanza con el agnosticismo, el enamoramiento con el abandono:
I
Un soñar con el pálido ramaje
Y las llanuras donde cuaja el trigo,
Un aspirar a soledad contigo
Por los húmidos valles y el boscaje;
Un buscar la región honda y salvaje,
Un desear poseerte sin testigo,
Un abrazado afán de estar conmigo
Viendo tu faz en interior paisaje:
Tal fue mi juventud más verdadera;
En el clima ideal de tu dulzura
Maduró mi divina primavera;
Y tuve mi esperanza tan segura,
Como en la hermosura pasajera
Se me entregaba, intacta, Tu hermosura.
II
¿Cómo perdí, en estériles acasos,
Aquella imagen cálida y madura
Que me dio de sí misma la natura
Implicada en Tu voz y Tus abrazos?
Ni siquiera el susurro de Tus pasos,
Ya nada dentro el corazón perdura;
Te has tornado un “Tal vez” en mi negrura
Y vaciado del ser entre mis brazos.
Universo sin puntos cardinales.
Negro viento del Génesis suplanta
Aquel rubio ondear de los trigales.
Y un vértigo de sombra se levanta
allí donde Tus ángeles raudales
Tal vez posaron la serena planta.
Hablo aquí de “sentimiento místico” más que de “experiencia mística”; para muchos profanos no ha sido necesario, y para los místicos no ha sido suficiente, el tener experiencias saturadas de parafernalia sobrenatural (levitación, estigmatización, visiones, audiciones y locuciones paranormales). En realidad es muy riesgoso hablar de una “mística genuina” y de otra “pseudo mística”. ¿Qué implica tal distinción sino poner en circulación de nuevo el afán de sentido mundano en un terreno que lo evade? Entiendo que a las instituciones es útil y necesario marcar su parcela de buenos frutos en este territorio salvaje, a ellas les parece necesario afirmar que la mística sólo es genuina si no se opone a la moral, que la experiencia es realmente de Dios si conduce a un sentimiento de unión con el cosmos, o que sólo la “trascendencia” valida la fruición espiritual. Pero ¿qué hacemos con la selva incircunscrita? ¡¿La soledad, el silencio y el sufrimiento serán expatriados del sentimiento místico?!
En su Noche oscura San Juan de la Cruz se admira cómo puede ser posible que el alma en ascenso místico pueda soportar tanto sufrimiento y no opte por morir de una vez por todas, pues “el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo… con muerte cruel; así como si, tragada de una bestia, en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriéndose”. Y esta creciente mortificación parece “liberarse” en el momento del abrazo divino, en el beso de unión, pero curiosamente es también el momento de aniquilación completa. Sufrimiento y gozo en una extraña mezcla que se resuelve en melancolía, en el mejor de los casos, o en ataraxia acédica en los graves:
“En esta hora me siento vacío, despojado, como un enfermo convaleciente que no se acuerda ya de nada… me siento mudar, o mejor dicho, entrar en una forma más elemental; asisto a mi desvestimiento… No siento ni deseo, ni temor, ni movimiento, ni particular ímpetu; me siento anónimo, impersonal, con la mirada fija como un muerto, el espíritu impreciso y universal, como la nada o el absoluto; estoy en suspenso, estoy como sin estar. En estos momentos me parece que la conciencia se retira a su eternidad…”
Muchas formas revisten las cosas divinas, y los dioses siempre encuentran un camino para lo inesperado, como afirmaba Eurípides. En la mística no hay lugar para la certeza, por esta razón el místico está en las antípodas del fundamentalismo, difícil la empresa de buscar místicos pendencieros, fácil la de encontrar dogmáticos resistentes a la deconstrucción.
Con todo, seamos cruelmente realistas por un momento, la mística está condenada al fracaso, navega contra corriente, es un escándalo, su fuerza es su debilidad. Nadie, en su sano juicio, la abrazaría; sin embargo su existencia es testimonio suficiente de la incompletud de las estrategias civilizatorias y esto puede ser tomado como un nuevo punto de partida existencial hacia un contacto menos dogmático con nuestra realidad.
Texto aparecido en la revista Literal del mes de septiembre de 2007