Retóricas de la realidad

Cuando Walter Benjamín publicó su ensayo La obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1936) reinauguraba un añejo expediente: la compleja relación entre objetos originales y representaciones (artificiales). Al parecer la aceleración de los medios de reproducción mecánica de las mercancías en el capitalismo (ya tecnológico desde hacía bastante tiempo) implicaba la adecuación a un entorno objetual que homogeneizaba el ámbito de la percepción y acción en un mundo en el que cada vez menos era útil la fidelidad a un patrón modelo único (notar por ejemplo el desplazamiento del patrón oro por el patrón capital financiero). En arte la multiplicación de reproducciones parecía llevar a su muerte, fenómeno que después parecía desmentido por el mercado fetichista de las casas de subasta que especulaban con originales cotizados en altos precios, sin embargo la inercia de la “reproductibilidad” era, y lo fue cada vez mejor, un fenómeno social que forzaba al olvido del referente. En el rubro de la publicidad y el mercadeo, tan necesario para la salud de las venas y arterias de las empresas, se impuso una competencia retórica en la que ya valía poco, si acaso valía algo, la referencia (lo importante es vender, no importa si el producto es útil, genuino, serio… “real”).

La realidad, como producto social, es la realidad en la que el sistema de objetos se mueve al ritmo de una sintaxis formal sin significantes. La pérdida de referencia ontológica es tan usual que nos hemos acostumbrado, pasamos de la seducción al desengaño, de éste al enojo y terminamos en la nostalgia. Hay una melancolía profunda en los cimientos de nuestra generación, tristeza expresiva cuyas formas, paradójicas, son los bellos rostros, las buena ropa, la moda, las risas de programa familiar matutino. Alguien podría preguntar ¿qué hay de “real” en una persona así? Pero ¿y qué hay de “real” en una persona que no es así?... No hay patrón ontológico, y los debates éticos y políticos se debilitan en el trance mismo de convencernos de ir tras ellos.

No hay que extrañar al “verdadero hombre”, ni a la “realidad real”, incluso términos “posmodernos” como el de “simulación” o “simulacro” son inapropiados porque dan la sensación de que aún tenemos conciencia de que hay una realidad que se nos escapa, un misterio nouménico que se agranda al ritmo de la aceleración de la información fenoménica.

Hemos llegado al punto en el que, al parecer, nos quedan dos grandes derroteros: a) reconstruir, como sea, como se pueda, al costo civilizatorio necesario, la Referencia de nuestras acciones, emociones, pensamientos…; b) Aceptar la “vacuidad” de las “representaciones” (vacuidad ahora tomada como intrínseca a la realidad misma)


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