Segunda carta de Paolo a Beatriz

Fragmento de las nupcias de Ana

La imagen del momento en que descubrí la hermosura de tu rostro persiste en mi memoria como si fuera un sello eterno, yo secuestrado por Saturno a la orilla del Arno, intentando purgar la negra bilis que me ataba a la contemplación de ese cristalino río, tenía las sienes tensas y el corazón inflamado por una canción de amor que recién leía, la mirada se me extravió en aquella luz divina que hería con fuerza la oscura caverna de mi mente, dolor, un terrible dolor que inundaba el pequeño tazón en el que bebía mi existencia. ¡Ay Beatriz! ¿Cómo explicarte lo que me parece tan oscuro, tan extraño? Yo mismo no he logrado asir aquello que me perturba desde la juventud temprana, sólo sé que es un fantasma que encuentra su placer en golpearme, y cuya silueta es tan difusa como el humo y no puedo luchar contra él, es un demonio que ata las piernas de mi felicidad con las sogas de la melancolía y me cuelga cabeza abajo sobre un mundo al que no logro llegar, y así, en ese rapto de extraña amargura fui flechado con la más dulce visión, mis párpados abandonaron su contracción y abrí los ojos a tu beldad. Nunca ojos humanos habían sido tan bendecidos, nunca un corazón arrebatado tan fuertemente de sus ensimismamientos, eras tú, era tu rostro un nuevo sol cristalino, ¡un rostro y no humo! inmediatamente me preguntaste si podías ayudarme, si me encontraba bien, si me dolía algo, te respondí con un "no" certero. Fue el primer milagro que obrabas en mí, fue el signo de un nuevo evangelio, la negación del dolor, el nacimiento de Venus. ¡Beatriz, has desanudado las cuerdas de mi infelicidad, me has dado a luz! Me has regalado el mundo y soy ahora tan frágil como un crío llorando por un poco de calor. Dulce Beatriz, me has dado la vida, has puesto armonías en aquellos áridos resguardos de mi espíritu. Beatriz, eres la piedra deseada por los alquimistas que transforma la más innoble materia en un fuego solar, todo lo has puesto bajo tu luz, las brisas cálidas no estaban en el Arno, estaban en tus playas, los tiempos de mi soledad han encontrado su feliz deshacimiento. Yo también he encontrado en la vulnerabilidad mi dicha, y quisiera que mis palabras no fueran tan ciertas, pero lo son, estoy aterrado por la felicidad que me brindas. Te imploro, Beatriz, nunca permitas que los cielos se caigan, apaga las voces de mi soledad, arráncame de las tinieblas, sé la mano divina en la que puedo apostarme sin temer a los fantasmas.
Te necesita
Paolo

Texto completo: Drama en Cuatro Estancias

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