El Asesinato de Joan Wallmer

A Nayeli Cardona


I saw the best minds of my generation destroyed by madness,

starving hysterical naked,...

de Allen Ginsberg, Howl

William y Joan caminaban sin prisa por las calles polvorientas del centro de la ciudad. Hacia apenas una media hora que William había recibido la llamada de Carl, avisándole que deseaba comprar el arma lo antes posible y que estaría esperándole en el bar de siempre. Al virar en una esquina pudieron observar la entrada al bar. Entraron en el lugar y se dirigieron a la parte trasera, donde, en un rincón, había una de las pocas mesas que quedaban vacías. La noche estaba cayendo. Tras haber esperado diez minutos, William se levanto de su asiento, se dirigió a la barra y pidió el teléfono para llamar a Carl. Un tanto molesto volvió a la mesa y le comento a Joan que Carl tenia un inconveniente y que tardaría por lo menos media hora. Así que William propuso tomar unos tragos mientras esperaban. Joan, aun bajo los efectos de la droga, asintió y encendió un cigarrillo.

- Esto es completamente absurdo. ¿Conoces algo más estupido que esto William? – dijo Joan mientras William pedía los tragos.

- Lo que pasa es que no te has dado cuenta de la importancia de esta estupidez. Vives tan prisionera de ti misma, como el resto de los mortales, que en el umbral de la huida te sientes estúpida.

- Tu retórica me marea.

- Porque no comprendes.

- No, porque estas demasiado drogado y ebrio. Las palabras son sólo las palabras, alimentan al viento y a tus quimeras.

- El lenguaje es un virus, jauría de parásitos. Ha escogido nuestras mentes como su hábitat, la razón es la enfermedad que provoca. Somos sus esclavos, prisioneros en la prisión perfecta, prisioneros sin saber que lo somos.

- A mi me parece de lo más natural.

- Lo más natural ha sido devastado por el virus, lo que tenemos de más natural es lo más grotesco y pestilente, nuestra propia naturaleza, derruida por las normas, la moral, la ley, la estúpida razón.

Habían pasado la noche en la jerga. Cansados y mal olientes, se escuchaban fastidiados el uno al otro, no había razón para una nueva discusión, querían vender el arma y largarse a donde les esperaba Jack, en un pequeño departamento donde vivían exiliados con su hija.

- La benzedrina y la heroína son nuestro único tren de huida, compréndelo Joan o morirás prisionera – William sabia que tratar de comprender era absurdo, pero no dijo nada.

- La única escapatoria es la muerte, abandonar nuestro estupido cuerpo intoxicado, el lenguaje es sólo una banalidad, tu mismo estas alienado, estupido poeta loco.

- Si colocara el revolver sobre tu cabeza saldrías huyendo, eres demasiado moralina para aceptar la muerte.

- Hazlo.

- Jugaré a ser Robin Hood.

Joan colocó sobre su cabeza el vaso semi lleno de whisky. William extrajo el revolver que hasta entonces había permanecido oculto dentro de una de las bolsas interiores de la gabardina de manta. Se cercioró de que estuviese cargada, la miró por un momento, la coloco sobre la mesa junto a un cenicero, dio un trago al liquido contenido en su vaso e inhalo una larga bocanada de humo. Saco el humo lentamente mientras miraba fijamente a los ojos de Joan que se veía divertida, el mal humor de hace unos momentos se había disipado. Ella sonrió angelicalmente y él volvió a tomar el revolver. El vaso resbaló y Joan alcanzo estorbar su camino, de modo que no se rompió y tubo que agacharse debajo de la mesa para recogerlo. Reía a carcajadas. Sentada de nuevo pudo ver que William apuntaba directamente a su cabeza. La presencia del arma frente a su cara, los tragos y los residuos de benzedrina en su sangre aceleraron el flujo de adrenalina por todo su sistema nervioso.

- Coloca bien el vaso – alcanzo a escuchar Joan sin mucha claridad, como si la voz hubiese venido de muy lejos.

William dirigió su mirada hacia el vaso nuevamente colocado sobre la cabeza de Joan. La vista se le nublaba, nada permanecía fijo, todo fluía sin orden alguno, como si todo estuviese sumergido bajo el agua. Coloco el dedo en el gatillo y casi se detiene a pensarlo por un momento, pero decidió que la vida no es cosa que se piense. Quería ser libre, escapar definitivamente de la prisión en la que vivía. Tiró del gatillo y un estruendoso ruido enmudeció el bullicio del bar. Durante cinco segundos sólo hubo un silencio fantasmal. La gente comenzó a gritar y correr en todas direcciones mientras la sangre, emanando de la cabeza destrozada de Joan, corría sin control por el piso. Quince minutos después William alcanzo a percibir el sonido de las sirenas que se acercaban estrepitosamente. Había permanecido inmóvil con el revolver en una mano y el vaso con licor en la otra. De pronto sonrió ante el cadáver de Joan - jamás, por el resto de su vida, le abandonaría aquella imagen fúnebre - , se sentía feliz, sabia que, al menos en el ultimo momento de su vida, Joan había sido libre.

Javier Tapia

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