(publico aquí íntegro el texto sobre Bataille debido a que algunos tuvieron problemas en accesar a su versión en línea a través del sitio de Metapolítica)
Desde las postrimerías del paleolítico es irrefutable la presencia de lo que podemos llamar una “simboepidermis” en el ser humano, una naturaleza exomorfa que se monta sobre las condicionantes inmediatas del cuerpo. Esta simboepidermis opera como máscara estructural que funciona como escudo protector contra la intemperie de un entorno carente, en sí, de orientación simbólica. En tal conformación temprana de lo humano los referentes primarios del “sentido” comienzan a ser problematizados, es decir, comienzan a ser afrontados como proyectos de trabajo espiritual, de apuntalamiento del mundo a través de significados que se presumen permanentes y “naturales”. A propósito de clarificar este asunto traigamos a las mientes Le suicide de Émil Durkheim, en tal ensayo sociológico se tipifican tres casuísticas básicas de la interrupción voluntaria de la vida, la primera y más extendida tiene su asiento en el carácter “egoísta” que considera insufrible todo tipo de pérdida (salud, status, posición económica…); la segunda se ubica en el carácter “sacrificial” de la persona que considera que su muerte propicia la remisión de una tragedia (considerada mayor a la de su propia muerte); y la tercera, la más atractiva desde la óptica del sociólogo francés, relativa a las situaciones de pérdida de cohesión subjetiva con el plexo social, en las que las fuerzas de las principales instancias de significación se someten a las fracturas de una actitud escéptica que actualiza un estado de anomia presocial, de desconfianza frente al horizonte de significados que hacen posible el funcionamiento de la realidad. De esta última esfera se desprenden interesantes hipótesis de trabajo sociológico, por ejemplo la posibilidad de considerar a la sociedad como la realidad humana, “la realidad” fuera de la cual no hay posibilidad de producción y reproducción de significados. Vivir en sociedad implica ajustarse al andamiaje orientador que sustenta la gran muralla que separa-protege al clan de una “exterioridad” anómala, amorfa y disolvente. Quien se atreve a desanudar las cuerdas mentales que lo mantienen ubicado en el domo de los significados se somete al cause de un río turbulento que termina en la insania, atravesando previamente por las estaciones del colapso racional, el descomprometimiento ético y la desorientación afectiva.
Quisiera poner este escenario como horizonte de interpretación del fenómeno erótico según lo presenta Georges Bataille. En el libro Las lágrimas de Eros el autor pretende defender, a través de un entablamento básico de la historia del erotismo, una noción de lo erótico como disidencia del orden establecido por una civilización fundada en las nociones de fin, utilidad, trabajo, cálculo y racionalidad. El hombre prehistórico, se nos comenta, ha dejado suficientes elementos que permiten reconstruir grosso modo su mentalidad, y esto se aplica por igual al erotismo. Bataille, por ejemplo, se centra en algunas especulaciones a partir de una escena rupestre hallada en las grutas de Lascaux, aquella en donde se presenta un bisonte herido de muerte (sus entrañas se desparraman a causa de una herida por flecha) frente a un hombre con cabeza de pájaro cuyo falo erecto está claramente marcado y que puede ser interpretado como muerto por una embestida del bisonte. Esta escena es coincidente, o al menos así lo cree el pensador francés, con la leyenda bíblica del pecado original, pues convergen en el mismo plano simbólico la conciencia de la genitalidad y de la muerte, la culpa, la tragedia y el trabajo.
En las lianas de un marxismo heterodoxo
Para Bataille todos los vestigios prehistóricos apuntan a una casuística laboral de la cultura humana, no hay hombre, tal como lo conocemos, sin fuerza de trabajo, sin concreción de esa fuerza en la manipulación-transformación del entorno, y en esto es completamente dócil al análisis hegeliano marxista aprendido a través de Alexandre Kojève, apuesta todo a la tesis de que “el trabajo es el fundamento del ser humano”; por la vía de la conciencia laboral se despegó la humanidad de la animalidad, entró a un mundo nuevo, el entorno dejaba de ser ese espacio de percepciones ligadas a actitudes instintivas más o menos inmediatas, el hombre ya no vivía más en el mundo de la “inmanencia” animal, desde entonces comenzó la habitación de una realidad compleja. Justo aquí entra nuestra lectura, el trabajo es esa segunda naturaleza que ha obligado al hombre a plegarse frente a un entorno que se ha convertido en horizonte de enigmas frente a los cuales despliega sus mejores armas culturales para asirlo, echa mano de todo cuanto esté tamizado por la persecución racional de fines, pues esto es lo que le enseñó la actitud laboral al ser humano, obrar de acuerdo a un plan, una utilidad, un beneficio. Y tales fines sólo son creíbles en el contexto de una lógica comunitaria que, llegada al clímax de sus exigencias, sacrifica la vida interior en aras de la comunicación del homo faber cuyo trabajo es la matriz del nomos, su pivote, desde el que se determinan las formas de lo inteligible, lo racional, lo humano.
El trabajo nomizador emparejó toda actividad bajo el yugo de la conciencia de la utilidad, y esto se impuso por igual en el ámbito de la sexualidad. La fruición instintiva del animal permanecía en el cuerpo humano, pero éste se había separado significativamente de ese entorno bestial, se había hecho discontinuo y trascendente en relación a él. El conflicto se hizo patente cuando la exterioridad de la norma imponía a los cuerpos la acotación reproductiva, el fin de la multiplicación utilitaria del clan; la sexualidad se sometió al dominio de esa exterioridad, y con el paso del tiempo se acostumbró a la metamorfosis sustitutiva del “sentir rico” por el “sentir útil”. Un orgasmo no beneficia al clan, un hijo sí (virtual cazador, recolector, guerrero…). Esta ha sido la lógica histórica de la expulsión de la voluptuosidad del horizonte del nomos, voluptuosidad que permanece en los registros del cuerpo y que sobrevive en cada individuo no obstante la afrenta moral que conlleva. El único uso conveniente de la sexualidad es el que se somete al fin reproductivo, de ahí que toda acción sexual que esté desprovista de la inteligencia comunitaria está condenada por el derroche extático que conlleva, pues no incrementa la ganancia, no fortalece al clan, no acaece a la luz del nomos-realidad.
El erotismo es la sombra de la sexualidad, su retorno simbólico a la inmediatez inconsciente, es una pérdida (de utilidad) y un exceso (de gasto). Así entendido se puede comulgar con Bataille cuando afirma que “el deseo ardiente se opone a la vida”, afirmación desconcertante prima facie, y es porque el deseo erótico, atrincherado en las sombras periféricas del nomos, es una amenaza a la norma que resguarda celosamente “la vida” (y sus consortes: la verdad, la razón, el bien, la belleza, la serenidad). Georges Bataille no repara en matices cuando ubica al erotismo en el horizonte de “lo diabólico”, y si bien tal noción es deudora de la tradición cristiana, como bien acota Bataille, sirve para marcar lo erótico como dimensión contradictoria con “la vida”. El individuo que se entretiene más de la cuenta en la inutilidad del placer se expone a la seducción de las fuerzas disolventes de la existencia humana, corre el riesgo de dar la espalda a un mundo que lo ha constituido como fuerza laboral productiva y, por ende, de perder las convicciones sobre las que descansa el mundo racional, mismo que pierde, conforme avanza la fruición en la inutilidad, su poder de aglutinación en el anonimato colectivo en donde sólo hay lugar para una imagen monolítica de la realidad.
La voluptuosidad del delirio
El erotismo es herético por antonomasia, opone el cuerpo del placer al cuerpo del trabajo, fustiga los cimientos mismos de la mente civilizada, golpea duro contra el perfil de la serenidad con los martillos de los gemidos en los que confluyen las risas agónicas y las lágrimas consonantes de la pequeña muerte. El plano mortuorio abre su manto para acoger la conciencia erótica de la manera más trágica posible pues, a diferencia del animal desprovisto de conciencia de muerte, el hombre desfallece ante un mundo indiferente al deseo de la perpetuación del gozo. En el erotismo no hay salvación, pues mientras todo proyecto de redención implica la consagración de los artificios del colectivo y el deseo de permanencia en los significados, el erotismo es la fuga semántica, la renuncia al fin utilitario, la antípoda del trabajo. De ahí que la actividad erótica esté nimbada con la angustia que se instala en el momento mismo del abandono de los hábitos de orientación social, de significación del entorno, de construcción de “la vida”. Tal angustia revela cuán dependiente somos del nomos, cuán difícil es el retorno a la indiferencia, a la continuidad de la inmanencia, y nos coloca de frente a la sensación del absurdo, y es que somos a fin de cuentas (hemos llegado a ser sólo) conciencias en las que el nomos ha inoculado milenios de pavor a la carencia de sentido ontológico.
El erotismo es pues una empresa de lo imposible, y esto vincula la voluptuosidad al delirio, al enloquecimiento de una razón excesiva que se ha vuelto contra sí misma a través de la conciencia de no saberse ella su propio fin. La razón batailleana es, de esta manera, la clausura del poder omnímodo de la norma, el desdibujo de un nomos que se sabe contingente y secundario, una razón con minúsculas que se ha separado de los afanes positivistas, razón casi contradictoria que termina por ser ubicada en el pabellón de las nimiedades. En su lugar irrumpe con violencia el deseo, pero no sólo en su clásica modalidad genital, sino en complicidad lúdica con todo aquello que libera al individuo de la tensión verticalizante del nomos social; el erotismo, como ámbito por excelencia del placer, encabeza una nueva conciencia, lúdica, violenta y compleja que se reapropia del cuerpo arrancándoselo al imperio utilitario. Lo imposible es el arrancamiento total, la devolución sin hipotecas, la vida en la muerte.
Lo imposible es bifronte, es desideratum enloquecido de conjunción vital y mortuoria, dialéctica del deseo que se resuelve en muerte (“muero porque no muero”), plataforma de un éxtasis orgásmico que no es sino una “petit mort”, una temporal entrega a la inmanencia de los cuerpos, un olvido contingente, violencia espasmódica que conduce a la atopía de la locura. Por estas razones Bataille insiste en la demarcación por lágrimas, en su goteo trágico sobre las pieles del deseo, en la violencia que vierten sobre el curso cotidiano, pues de no ser así no comportarían experiencias “al límite de lo posible”, experiencias ensordecidas por el estruendo de la caída en los múltiples abismos de la vida interna.
Y es que en las lágrimas, como en las risas francas, Bataille encuentra una fuga significativa de la energía requerida por el nomos de la utilidad, se trata de excedencias que recuerdan nuestra pertenencia a una naturaleza donde se dan los más enfebrecidos derroches de vitalidad y exhuberancia, fuerzas invertidas en el dispendio mayoritariamente improductivo. Las afecciones emocionales puestas en juego por la experiencia erótica son, de esta manera, registros de la inmanencia que grita en los cuerpos el imperativo de vivir los instantes como eternidades ilimitadas, como orgías desbordantes, y este es justo su peligro para el nomos, actualizar un vitalismo desbocado capaz de dinamitar los diques de los interdictos que presionan al individuo.
Disolución y disolutos
Es claro que para Bataille todo interdicto es sello de la mentalidad laboral, por lo mismo su valor es relativo (al aspecto comunitario), y es la iluminación, por defecto, del camino de retorno a la inmanencia de la vida interior a través de su necesaria trasgresión. Por esta razón se debe desconfiar de la patologización a priori de todo intento de reversión de la norma, del afán adaptacionista de los discursos mayoritarios del psicoanálisis y la psiquiatría. Por el contrario, la trasgresión del interdicto debe ser leída como el triunfo parcial de la excedencia contra la parálisis de la subjetividad, tal como sucede en las fiestas sagradas en donde se fractura temporalmente el orden establecido y se permiten todo tipo de licencias. La convicción batailleana es que el interdicto está ahí justo para ser violado, el tabú vale en tanto preformación de la anomia de lo sagrado que irrumpe justo en su violación.
Pero el violador no debe conformarse con la trasgresión controlada de la fiesta, debe entregarse a la seducción de la desobediencia en tanto ésta lo dirige de regreso a sí mismo, debe someterse a la caída que representa la exposición al mal. Esto es particularmente violento en el caso del erotismo, campo de disolución progresiva y mortal, tal como lo vemos concretado en disolutos paradigmáticos como el Marqués de Sade, Gilles de Rais o Erzsébet Bàthory (o en personajes literarios como Justine, Simona, Madame Edwarda, y un largo etcétera), sujetos donde confluyen voluptuosidades anómalas y todo tipo de excesos que marcan su máximo rechazo a la discontinuidad de la vida moral. “Se trata de introducir, dentro de un mundo fundado en la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es susceptible” (Bataille, 1997, p.33), de arrancar al sujeto de “la vida” (es decir, del nomos que llamamos “vida”), aún cuando esto implique la más dolorosa trasformación, pues arrancar al ser de la discontinuidad es siempre lo más violento. Quien se adentra en este mundo debe ser capaz de ver más allá de las imposturas personalistas que hacen del otro un simulacro, un imperativo de negación del placer, y en sentido inverso debe abrir la posibilidad del escándalo, la conducción del otro a su propia muerte mediante el derrumbe de sus convicciones o bien, situación extrema, a través del asesinato (como el mismo Bataille lo planeaba con su consciente amante en la temprana conformación de la sociedad secreta de los acéfalos).
El amor erótico es “un movimiento de pérdida rápida, que se desliza aprisa hacia la tragedia, y que no se detiene más que con la muerte” (Bataille, 1997, p. 330), punto final cuya dicha debe ser necesariamente ininteligible, ingreso en la continuidad indiferente de la que ahora sólo podemos asir su aguda conciencia con los brazos del dolor, pues no hay otra opción aquí ahora, “no tenemos otra salida aparte de la conciencia” (Bataille, 2006, p. 108). Por esta razón el erotismo batailleano no debe ser anclado en las playas genitales, sus alcances son mayores, apunta a una conciencia hipercompleja que hace explotar un misil sobre el orgasmo fisiológico para lanzarse hacia esa zona del deshacimiento en donde se pierden las referencias a significados exclusivos y donde los placeres devienen antípodas unísonas con el dolor, zona de vértigo donde coexisten todas las posibilidades. Esta es la llamada “experiencia interior”, experiencia al límite de la vida, fracturación del interdicto que abre las puertas a la autognosis de una intimidad “santa, sagrada y nimbada de angustia” (Bataille, 1991, p. 56). Pero se debe tener cuidado en su interpretación, no se trata de una “experiencia mística”, tal como se le entiende usualmente, pues no posee adherencia doctrinal ni compulsión probatoria de validez moral, es más bien una experiencia de libertad soberana, de soledad frente a las tradiciones, comunión con una intimidad que ha dejado de ser tomada como “objeto”. De hecho es una experiencia análogamente inversa a la mística doctrinal, es decir, la experiencia de un Dios que se resuelve en Nada, sin forma y sin modo, que hunde al sujeto hasta su disolución.
La soberanía de un nuevo místico
Tales son las ideas centrales que atan a Bataille al regazo de la tradición mística, encuadre que le valió el escarnio de algunos intelectuales (es conocida la polémica que intentó levantar Sartre contra Bataille con el panfleto Un nuevo místico). Pero Bataille nunca se incomodó con el epíteto de “místico”, al contrario, supo evidenciar con tales embates la ridiculez de los prejuicios dogmáticos sobre los que descansamos y la idiotez de las operaciones dicotómicas con las que simplificamos la realidad. Pero es un hecho, la comprensión del erotismo es inaccesible a quien desconozca la fenomenología del éxtasis reportada por la historia de las religiones, pues con ella el erotismo comparte la violencia contra la lógica de lo profano, el delirio ambiguo que se debate entre la sensación y la apatía, la seducción del silencio, la urgencia del sacrificio, el vaciamiento del “yo”. La experiencia interior busca llegar a su límite, rozar lo absoluto, poner en circulación la posibilidad del éxtasis superlativo en las entrañas del vaciamiento. Dicha experiencia sucede allende la piel desnuda incapaz de transfixión, pues el erotismo de los cuerpos debe ceder frente al erotismo sagrado, en palabras de Malcolm de Chazal (extraídas por Bataille):
“Cual un pez perseguido que bajo el efecto del miedo siente que ‘se vuelve agua’, así en la persecución mutua que es la voluptuosidad –miedo a la alegría, alegría del miedo– los cuerpos se licuan en las aguas del alma, y somos todo alma y muy poco cuerpo […], la voluptuosidad es pagana al comienzo y sagrada al final. El espasmo proviene del otro mundo” (Bataille, 2004, p. 97)
Tal es la conciencia erótica, vida del espíritu que ha conseguido su soberanía no importando la dislocación del mundo, es la conciencia del excedente que se nos presenta como destino exhausto, aniquilación del cuerpo profano y ascenso de la materia embriagada de éxtasis, conciencia dialéctica del encanto festivo y del horror fúnebre, cólera ardiente de la cruel belleza de “lo irreal”. En esto consiste, si valen tales líneas como “descripción poética”, lo que Bataille entiende por soberanía, sacra indiferencia que renuncia al dominio del mundo, afirmación absoluta del escurridizo presente.
La soberanía erótica se afila contra los convencionalismos sexológicos y configura una ontología, una peculiar filosofía nocturna que invierte las valencias axiológicas de la razón occidental, construida con una conciencia “maldita”, conciencia que retira de la muerte el dolor solar, que desintoxica la razón de los ansiolíticos de las terapias verbosas. Y si bien el estilo batailleano pareciera caer la mayor de las veces en manierismos exagerados, y con ello exponerse al desmerecimiento “científico”, esto sucede en la medida del sometimiento al imperativo de una dramatización que marca la elección por la vía ardua. El bosquejo de la soberanía erótica a lo lejos parece ingenuamente salvaje, acostada en la simplicidad del afecto romántico, pero es más que eso, es la transfiguración de Dionisos como filósofo (no como simpático borracho de banqueta), es el umbral de una conciencia compleja capaz de usar críticamente la racionalidad contra los miembros esclerotizados del logos, pues “la razón es la única que tiene el poder de deshacer su obra” (Bataille, 1990, p. 60), es el advenimiento de la sensación de incompletud del pensamiento, insatisfacción antimoderna que somete todo al filo de la duda.
El pensamiento batailleano es radical como pocos, es la aplicación del mazo contra los cimientos de la cultura tout court, pues “es esencial para los hombres llegar a destruir este servilismo al que se aferraron, por el hecho de que edificaron su mundo, el mundo humano, mundo al cual estoy unido, del cual proviene mi existencia, pero que […] lleva con él una suerte de carga, algo infinitamente pesado que está en todas nuestras angustias y que de alguna manera hay que destruir”. Debemos aprender a “deshumanizarnos”, a abandonar la confianza en la acción habituada a la consecución de fines, pues si queremos la soberanía debemos derribar los modelos exclusivos de integración y leer con suspicacia el orden promovido por las instituciones secretoras de significados trascendentes. Por esta razón, como hemos mencionado, aquí no hay salvación, pero tampoco “perdición”, la orientación está ausente, los motores normativos están apagados, y la anomia resultante es un monstruo vaciado de sentidos y voluntades.
El imperio de la felicidad, pecera doméstica llena de virtudes, se opone al cumplimiento de la soberanía, es usual la defección trágica que pone freno al retorno a la inmanencia. Es el miedo la única sensación que puede vetar el derecho a la autoapropiación soberana; el terror de la inteligencia revela su enervación ante la disolución de los significados que cohesionan al colectivo, tal es la lógica del desprecio a los giros poéticos y a las prácticas eróticas condenadas a la inercia silente. La inutilidad de la poesía es la mentira de los cuerpos, es el desfiguro de la sobriedad, el escándalo de la salud. Y al parecer no hay otra opción, Bataille es consciente del artificio con que planeamos la fuga, no hay salida real, no al menos a través de la conciencia que nos mantiene humanos. Pero dicha “imposibilidad” lejos de amilanar a nuestro autor lo espolea para construir una conciencia iluminada por el negro sol que cubre, con el manto de la insignificancia, los puntos nimios y que hace refulgir la muerte imposeíble y desposeedora, pues “la decepción es el fondo, es la última verdad de la vida” (Bataille, 1988, p. 97)
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Si la decepción es la silueta final de la conciencia batailleana se nos antoja decir que nuestra generación es el cumplimiento de tal propuesta, pero en forma pedestre. Hoy, medio siglo después, leemos a Bataille con la nostalgia del ciego, del mitógrafo, hemos perdido la capacidad de herejía, nuestros interdictos son tan precarios que hacen vacua toda rebelión, hemos adquirido la capacidad de serenarnos frente a las deyecciones más vulgares. Ya no duelen los rayos solares, el gemido del placer que antes estallaba en las bóvedas sacras ha sido absorbido por la ausencia de mitos (único mito inevitable). Aún así, aquel terror que sacudía a Bataille es el nuestro en los días en que se nos fractura de nuevo el subsuelo de la existencia.
REFERENCIAS
Bataille, G., (1988), El Aleluya y oros textos, Madrid, Alianza.
Bataille, G., (1990), L’expérience intérieure, Paris, Gallimard.
Bataille, G., (1991), Teoría de la religión, Taurus, Madrid.
Bataille, G. (1997), El erotismo, México, Tusquets.
Bataille, G. (2004), La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944 – 1961, Adriana Hidalgo Editores, Buenos Aires
Bataille, G. (2006), Les larmes d’Éros, Paris, Éditions 10/18.
Bataille fue un pensador que "brincó" sus propios límites y los de los condicionamientos históricos de su tiempo, asi como los márgenes de lo considerado íntimo (aún lo era en su tiempo). Fue bien reconocido por Heidegger, Sartre, Foucault, Derrida tiene sus deudas; aquellos que han sido sus críticos.. ¡bienvenidos! esos insatisfechos "insolentes", diría Foucault, cuya bandera es la duda en la batalla contra la estupidez (conste que son palabras de Michel, en Theatrum Philosophicum, con Gilles Deleuze). Yo: no sé si inauguró el horizonte de los "des" deshumanizarnos, deconstruirnos, en el desideratum del sujeto de la modernidad y posmo, con ello se fueron desahuciando las mejores intenciones del otro sujeto "pro" que subyace en la imaginación de Bataille.
ResponderEliminarUna gran aportación de Bataille es sin duda su osadía de relación erotismo-religión-arte, escenario de trangresión de una especie de misticismo voluptuoso y de una vigencia desde principios del siglo XX hasta el XXI aquello que es descartado por la "lógica" productivista normailizadora, es destacado por Bataille para retornar a la conciencia del íntimo ser animal liberador en el sujeto social contra el demonio de la modernidad.
Gracias por la sugestiva lectura Edgar.