El efecto Smellville

Por Fabrizio Mejía Madrid

Me ocurre con demasiada frecuencia no recordar lo que digo. Y los demás le dan la importancia a mis palabras que sé que no tienen. Por ejemplo, parece ser que fui yo el que dijo en el funeral de un amigo muerto de un infarto tempranero: “Él que no bebía. Está visto que uno se puede quedar sin amigos armado tan sólo de una taza de café y un pastelito”. Y cuando Rocío hacía sus maletas para dejarme murmurando mientras yo me mostraba sorprendido: “¿Pues no eres tú el que dice que la gente no cambia, sólo se agudiza?” Nada de eso recuerdo haberlo dicho pero ahí están los otros para recordármelo. Es como si el mundo fuera una especie de eco tan retardado que me regresa una imagen que no está bien. Una imagen distorsionada en un ápice: podría ser yo, pero no creo. No quiero.
Por eso, cuando Canalizo me llamó no comprendí:
—La televisión con olor. Tengo el prototipo —y al oír mi silencio incómodo agregó: —De lo que hablaste el otro día. Que uno pueda oler lo que aparece en pantalla.
Apenas tuve una cierta memoria de una conversación de hace siglos y que yo creí que versaba sobre la verdad y la mentira. En algún momento, aparentemente, dije: “¿Quieres verdad en la televisión? Bien, pues poder oler las imágenes. Eso es verdad. Lo demás es la demagogia de siempre”. Canalizo no sólo lo recodaba sino que había puesto manos a la obra mientras a mí me dejaba Rocío, conocía a La Rimel, mi nueva mujer, y me quedaba en las mañanas viendo televisión por hacer algo. Hace meses que no leo una línea. Los bits golpean más fuerte que las líneas ágata. Ágata. Vaya nombre de la esclava griega de Anónimo. Los bits son lo de hoy: de lo que va de Allen Ginsberg con un tamborcito a los cadáveres abiertos en la mesa del forense/galán/detective. Ah, ése Gil Grissom. Cómo lo quiero por sagaz y lo odio por taimado.
Así que terminé por reaccionar al invento de Canalizo. La televisión que huele. ¿Cómo lo habría logrado? Canalizo es un viejo amigo que, mientras yo vagaba por las calles en busca de monedas para ir al cine, él estudiaba. Somos distintos. Por ejemplo, si se descompone un televisor, yo soy del tipo que lo agarra a zapatazos, que le grita, que se calma y le habla suave. Para mí los objetos están vivos y merecen el mismo trato que las personas: amenazarlas o seducirlas. Para Canalizo es un reto mecánico: lo abre, lo revisa, mueve cables, extrae tarjetas verdes con chips, lo pone de regreso en su lugar, y lo enciende. Somos distintos depredadores. Si se descompone un objeto, lo insulto, y compro uno nuevo. Por eso necesito siempre tener más dinero que el que calculo. Canalizo no y tiene su casa llena de reliquias; parece un bazar. Todo funciona en su casa pero parece extraído de una utilería de 1970. De hecho, no sé cómo nos hicimos amigos. Seguro él tiene la reconstrucción de nuestro primer encuentro en algún lugar de su memoria.
Cuando llega a mi casa trae un aparato de película del Santo: una pecera conectada a un tubo, bolsas que se inflan y desinflan, y un decodificador de televisión por cable tan viejo que dan ganas de dejarlo en el parque para que alguien más lo tire. Sonríe con su dentadura postiza que se extrae para hacer bromas a los niños que no son suyos, y explica:
—Según estudié hay seis aromas básicos: frutal, floral, resinoso, especiado, pestilente, y quemado. Éstas bolsas contienen perfumes que, de acuerdo a una codificación en este disco, se irán liberando y mezclando para crear una atmósfera. En cada escena del disco que puedes ver en tu DVD hay un bit que activa cada bolsa y así opera esta carcacha.
—Los bits, lo sabía —le digo perplejo.
No ha venido desinteresadamente, por supuesto. Quiere que seamos socios: él pone en prática la televisión que huele y yo, como siempre, el dinero. Me explica cómo echarlo a andar y me pide una opinión “desinteresada”.
—Pruébalo con tu nueva chica: ¿La Rimel? —dice y luego pide prestado el baño.
Se va y sé que se ha llevado una prenda íntima de mi mujer. Había una sucia en el baño y ahora no está. Canalizo es un cerdo.
* * *
Lo pusimos en práctica esa misma noche. La televisión debe estar en la recámara pues es lo que sostiene a cualquier pareja: no hablar. Así que nos acostamos y vimos aquel documental de la vida de los conejos. Poco a poco comenzó a oler a la pradera. Luego a conejos sucios. Fue cuando comenzaron a copular que estalló el caos: las abejas se agolpaban en la ventana tratando de entrar a esa pradera llena de perfume de flores. Lo hacían desesperadamente, intentando bordear la ventana y escurrirse por una rendija. Los gatos tallaban la puerta con sus uñas queriendo cenar conejo. E incluso algún perro solitario aulló a los lejos oteando el almizclado olor de la cópula. El único remedio fue cambiar el capítulo en el menú. Las abejas se convencieron de que no había nada para ellas en la mesa del forense y entomólogo Gil Grissom. Todo fue silencio. Pero ahora la peste a muerto era insultante. La Rimel empezó con arcadas. Una mosca gorda se metió por debajo de la puerta y le dio vueltas a la televisión salivando. Gabriel, el vecino de arriba, llamó por teléfono:
—Se te echó a perder algo afuera del congelador.
—No, Gabriel, estoy probando el prototipo de una televisión que huele y estoy viendo Crime Scene Investigators. Siesay, pues.
—Bájale a tus olores, mano —y colgó.
Tuvimos que apagar la televisión. La Rimel se quedó dormida en la sala porque el olor de la recámara tardó en irse, a pesar de que encendí un ventilador. En la oscuridad, viendo la cortina moverse pensé en todo lo que de monstruoso tenía el invento de Canalizo. Una televisión con olor despediría a los actores pestilentes y contrataría sólo a los que huelen bien, como hace mucho el cine despidió a los gangosos y contrató a los entonados. Los conductores de noticias no sólo tendrían que verse bien sino perfumarse y lavarse los dientes. No se valía leer noticias con la boca apestando a la cena de berenjena y dos brandys. Pero había sido mi idea. O al menos eso alegaba Canalizo. * * * Por supuesto Canalizo volvió a escucharme con más atención que yo mismo. Le dije mis temores sobre una televisión que invadiera tu casa con olores, las quejas de los vecinos, la atracción que los olores ejercen sobre los insectos y los gatos. Tomó notas muy atento en un cuaderno de cuadrícula chica. Asintió con la cabeza, mordió el lápiz y se le movió la dentadura postiza. Era un tipo repugnante pero uno se hace amigo de la gente por sinrazones, no por una evaluación estética. Él mismo, inventor de la tele que huele, no podría aparecer nunca en pantalla. Siempre olía a maíz frito. Sudaba garnacha el desgraciado.
Persuasivo como era, salí de su casa con un nuevo disco y más bolsas de perfumes. Arguyó que había cambiado los comandos y que ahora todo sería distinto. Y lo fue. Los cadáveres de Gil Grissom despedían aromas frutales moderados. Las abejas no alcanzaron a notarlos desde afuera. Y La Rimel me pedía que le retrasara al momento en que hacían la primera punción al cadáver de una mujer asesinada y violada —en ese orden— porque según ella olía a lavanda durante dos segundos. La sangre tenía un olorcillo alcanforado. Canalizo se estaba luciendo. Luego vimos una película donde Angelina Jolie y Wynona Ryder son unas locas en un manicomio. Entre el olor a desinfectante de pino La Rimel y yo no alcanzamos a diferenciar el olor del deseo cuando coquetean una con la otra. Sin saber por qué La Rimel y yo empezamos a desnudarnos mutuamente con furor, obviando botones, cierres, y calcetines. Cuando terminamos, la película había finalizado y la pantalla mostraba un reportaje sobre Al-Qaeda y los ataques terroristas. Del decodificador emergió el olor del miedo. Nos abrazamos. Yo gritaba dando órdenes. La Rimel se estremecía bajo las cobijas. Terminamos saliendo del apartamento y corriendo sin rumbo por la noche. Sudamos el pánico y regresamos agotados.
* * * Estas cosas tienen que tener nombres en inglés, si uno quiere venderlas. Hubiera querido llamarlo SBS, es decir Smell Broadcast System, pero Canalizo opinó que podría prestarse al juego de palabras como Smell Bull Shit y que, acaso, era una sugerencia nada más, no sé qué opines, podría llamarse Smellville, como un homenaje a Supermán. No me interesa Supermán y no entendí nada de lo que dijo Canalizo. Pero en vez de ir a verlo para firmar un contrato para hacernos ricos, me quedé en la recámara con La Rimel. Estábamos enganchados a la televisión. Poníamos una y otra vez la imagen de Wynona inclinándose a Angelina y besándola y nos entraban unas ganas incontrolables de tocarnos. Luego, nos gustaba alterarnos con Bin Laden festinando la caída de las Torres Gemelas. Eran unos escalofríos demenciales. Y terminábamos con el corazón partido de un cadáver de Gil Grissom despidiendo lavandas, resinas de eucaliptos, y jengibre. Dormíamos con la pausa y despertábamos para seguir oliendo. No contesté el teléfono en días. Hasta que una tarde agotados de feromonas, adrenalinas, y endorfinas, el olor se terminó. Insulté al decodificador. Exprimí las bolsas de perfumes. Necesitábamos más. Nuevas sensaciones.
Fue entonces que Canalizo volvió a escucharme sonriendo de lado mientras yo, con los ojos inyectados, con calor en las orejas, le rogaba me diera más olores para mi televisión. Ya no importaba lo que viéramos, le dije, sino el deseo, el miedo, la tranqulidad que pudiéramos inhalar. Canalizo se tomó la parte trasera del oído y se exprimió algo que después olió. No hizo gesto alguno. Sólo murmuró:
—Y tú que creías que eso era la verdad.
—¿Qué? —le respondí mientras le tomaba el cuello entre mis manos.
Y me dio lo que restaba de fermomonas, destiladas de una tanga de La Rimel, adrenalina, y sus seis tipos de olores. Pasé el resto de la semana enganchado a la televisión hasta que comenzó a perder su efecto. Los olores ya no nos sorprendían. La Rimel bostezaba y prefería dormir. Yo mismo ya no sentía el golpe del olor inicial, se había convertido en una atmósfera de la recámara que flotaba, inepta, por el aire. Viendo a La Rimel dormida le llamé a Canalizo.
—No puedo aumentar las dosis. Atraerían a los insectos, ¿recuerdas? Lo que puedes probar es infringirte dolor. Pídele a tu mujer que te martille un pie. El dolor aumenta la percepción del olor. Dolor, olor. Por algo tienen que rimar.
Y lo hicimos, por supuesto. Ella me cortó un muslo y yo le quemé la punta del meñique. El efecto era inmediato pero duraba poco. La intensidad se recobraba tan sólo para ceder al dolor necio de nuestras heridas. Con moretones, cortadas, quemadas, La Rimel y yo nos dimos por vencidos. Apagamos la televisión.
Esa noche mi mujer y yo nos vimos obligados a hablar. Y sucedió lo que siempre ocurre cuando alguien recuerda lo que he dicho antes, sin querer, sin esperar la consagración. La Rimel recordó: “¿Pero no fuiste tú el que dijo que amar era pensar que alguien es más importante que ver la televisión?” Cerró la maleta y me abandonó.

2 comentarios:

  1. Excelente trabajo de captura de texto, solo falto referencia porque al menos esta metronauta lo leyo en Para leer de boleto en el Metro!!!!

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  2. Bien bonito el relato, y de hecho sí existen los proyectos de cajas de olor para terminales electrónicas, pero al parecer lo que ha impedido su comercialización es el alto costo y el cabildeo empresarial para modificación de estructuras electrónicas que permitan hacer funcionar tales cajas.

    Y cómo sería el olor de ATOPIA? Si son en efecto sólo seis los olores básicos, supongo que sería una combinación de pestilencia con sólo un poquito de las cinco restantes

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