Me sumerjo en la pila del amor oscuro y anónimo,

en las altas mareas del estupor magnífico,

pero, atónito, conservo la sed,

los nervios de roedor acorralado,

y dejo caer mi piel en trozos de alma invisible.

No me basto para llorar este gélido color blanco

que se entrega todo en todo.

Me ahogo, llegó la hora,

soy llevado al origen de las formas,

será mi postrera voluntad el suave arrobo

de un abrazo amorfo que escurra por dentro.

Sonrío al pensar la inmortalidad regalada,

y caigo pasmado al pié de la memoria,

abro ojos tan grandes como soles de mil eternidades naciendo,

no hay tragedia en este dolor inoculado,

no he resistido entregarme a cristales rotos, los amo,

mi sangre deviene otra, me fragmento,

estoy hecho con golpes de hálitos que se evaporan.

Escapo por siempre,

- ah! mis muertos saben saludar cortésmente-

Me espera la cena perpetua de la tristeza digerible,

mi lujuriosa alma se embadurna con sonrisas difuntas.


(vive en el tímpano aquel “clack” que selló lo que fui,

que jamás seré).









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