Néstor A. Braunstein
Siglo XXI, México, 2008
Memoria y espanto de Néstor Braunstein (Argentina, 1941) es un paseo erudito a través de los ejercicios reflexivos del yo, por las escrituras que nacen de la experiencia frente al espejo de los recuerdos, experiencias que terminan siendo el material con el cual se urbaniza un espacio habitable, sin embargo en dicha urbe, como en la enigmática Tamara de Calvino, nada es igual a sí mismo, todo es materia signada por enigmas, ahí lo uno es lo otro y todo retruécano es posible. Se trata del umbral de los acertijos que plantea la memoria, la reflexión ante lo acaecido, el yo frente a sus primeros recuerdos. El inquisidor analista que perfora las gruesas capas del olvido implantado en sus pacientes se acostumbra más o menos a las mismas formas en que se reportan los primeros recuerdos, puede casi predecir la secuencia narrativa, pero es aquí donde el autor se ha permitido virar su agudo sentido psicoanalítico de la clínica a la escritura, y su expectativa por hallar narrativas menos ordinarias lo llevó a los textos autobiográficos de algunas de las mejores plumas literarias (a semejanza del proceder de Freud ante Goethe o Leonardo). De esta manera son repasadas las memorias de J. Cortázar, J. L. Borges, G. García Márquez, V. Wolf, Nuria Amat, V. Nabókov, E. Canetti, G. Perec, M. Leiris y J. Piaget, a través de los cuales se confirma que toda escritura es un ejercicio de modelaje y plástica de la identidad, esfuerzo que se resiste a ciertos olvidos y que trae a cuenta ciertos sucesos. La escritura es vista aquí como la concreción de una voluntad selectiva que ordena, distribuye y jerarquiza el haz de los recuerdos, resultando así cada escritor un efecto de su propia escritura.
El leitmotiv del libro está sintetizado en una frase de Cortázar: “La memoria empieza en el terror”, idea que cae como relámpago, luminoso y terrible, que enmarca la resistencia de la misma memoria a traer a cuenta el dolor. Curioso asunto es el que nuestros recuerdos estén poblados de instancias anodinas, que sean tan banales nuestras impresiones más persistentes, pero es que, nos convence el autor, la memoria encuentra su fidelidad al principio de placer al cubrir el terror, por eso selecciona y distribuye la materia del recuerdo de tal forma que sea indolora, o lo menos traumática posible. Este fenómeno es el que entretiene a Braunstein al leer a sus escritores favoritos, en ellos puede constatar, como en el caso de Cortázar, cómo el registro infantil del canto de un gallo y la luz solar que se cuela a través de las amplias ventanas de su cuarto se asocia a un trauma del que se han perdido los accesos directos. Y es que nunca olvidamos realmente, sólo reprimimos, trasladamos, transformamos los terrores en recuerdos inocuos, cercamos la angustia mnémica con la valla de la trivialidad.
Se puede entender claramente por qué la memoria es también olvido, Blanchot afirmaba: “la memoria es una columna hueca que se construye en torno de un vacío central hecho de olvido y rechazo”. La memoria es resistencia al olvido pero a su vez es su terrible permanencia, Mnemósine posee un rostro afable pero porta el espantoso hálito del trauma, juega a ser esfinge que habla enigmas, pero detrás de cada uno de éstos se agazapa el espanto. Pero el autor no pretende, como se pensaría de la ortodoxia freudiana, hacer consciente todo lo inconsciente, le basta subrayar que la memoria es inseparable del olvido, y éste del dolor, que somos memoria fabuladora y que nuestra existencia es narración donde se cruza la ficción con la realidad, pues a fin de cuentas nuestra vida no es más que cierta novelización.
“The thing I am shall make me live” escribía Shakespeare, pero ¿qué es esa cosa que llamamos “yo”? ¿Quién es el sujeto que novela su vida?, ¿el autor que escribe o el autor que es narrado?. Estamos frente a la prosopopeya en su sentido genuino, la construcción de un rostro para el sujeto que escribe, que se escribe, el cual puede: a) evadirse en el anonimato de una burocrática labor de archivista de sucesos a los que no se otorga ni rango ni valor con tal de ser “objetivo” (prosopagnosia); b) maquillarse, embellecerse y robustecer el ego en los más delirantes ensueños para que los demás lo vean como él quiere ser visto (prosopoplastia); c) diferirse en el deshacimiento de sí, en el desfiguro de lo que el tiempo ha erigido, espíritu “samsiano” que puede rozar lo intolerable, ya sea por desafiante o simplemente por inaccesible (prosopoclastia). Néstor Braunstein plantea que se trata del purgatorio, paraíso e infierno de una divina comedia humana que todo buen narrador transita para reconstruir su más entrañable identidad y a la cual desafortunadamente nunca termina de llegar.
La escritura se usa para vestir al yo con tipografías que le otorgan identidad, se recurre a escenarios complejos donde el sujeto sufre diversas mitosis narrativas, el yo habla del yo, el sujeto de enunciado es a su vez el sujeto de enunciación (y de “anunciación”, Braunstein dixit). No hay memoria cronológica (a menos que se trate de una memoria artificial), la secuencia ordenada de sucesos no es la forma de registro ordinario, el sujeto que hace memoria debe ordenar, deducir, contextualizar, el sujeto moldea su pasado, se construye a sí mismo, utiliza las redes del lenguaje para lograr asirse. El “primer recuerdo” se convierte en el Grial que presume ser la piedra basal de la identidad, todo ejercicio memorioso termina en el callejón del recuerdo fundante, la memoria se contrae al punto cero, la infancia es el big bang en cuyos primeros instantes todo destino se decide. Se trata, como bien afirma Braustein, de un mito fabuloso, un mito de origen sobre el que se hace descansar la columna de la subjetividad, pero es, en efecto, un mito pues se pretende encontrar significación justo ahí donde no hay ninguna, donde acaso comienza su montaje que es incapaz aún de procesar significados. Es por esta razón que toda infancia memoriada, con su piedra fundacional, es el efecto narrativo de un destino ya jugado. Pero es importante escuchar lo que los sujetos dicen que les sucedió in illo tempore pues detrás de la narrativa mítica se esconde un haz de luces que devela la estructura, no de lo que sucedió realmente sino de lo que se piensa que sucedió, lo que se quiere ver justo como origen, pues “uno no es quien es porque le pasó eso sino porque ha registrado y ha entendido lo que le pasó de una determinada manera, seleccionando, remendando…”.
La memoria es un monstruo que tiene su comienzo en todas partes, y por lo mismo en ninguna. No hay momentos absolutos y primigenios, todo es resultado de la reconstrucción, de la recherche du temps perdu, y es que, como afirma Valéry (otro contemporáneo de Freud y Proust): “la memoria es el porvenir del pasado”, pues procede del futuro, contrariamente a lo que se piensa. De esta manera nuestra sensación de secuencialidad lógica no es más que el resultado de artificios ordinativos que imponemos al amorfo pasado plagado de eventos azarosos y completamente contingentes. Si la vida fuera contada por el inconsciente no habría cronología, no cabría esperar “edificación”, no sería traducible, pues toda vida humana está tejida con asociaciones suceso-significado.
Debemos deducir que el traumatismo primario no es el del puntual nacimiento al frío mundo extrauterino sino al abstracto ámbito del lenguaje. Braunstein afirma que fue el anarquista Max Stirner quien por primera vez asoció el trauma primario con el lenguaje (aunque quizá haya que remontar la idea básica hasta Platón), pues lo que entendemos como humano es inseparable de la mediación lingüística, pero aún más, el lenguaje no debe ser visto como un mero vehículo de comunicación, es también, por la misma razón, un vehículo de humanización, naturaleza que algunos portan como pesada carga en la que se integra todo Otro (incluidas las resonancias teológicas que también debemos al lenguaje).
No existe el sujeto autónomo pues no hay lenguajes privados, la autogestión de la memoria es una falacia. El recuerdo no es individual, nunca lo es del todo, se trata de una obra colectiva: “es falso decir: Yo pienso…” escribía Rimbaud. Todo sujeto, toda memoria, es una construcción social, vivimos a la intemperie de la mirada ajena y estamos sujetos a la cosificación (cf. Sartre) y uno aprende a asumirse según las codificaciones que hacen los otros para conminar nuestra identidad. Este proceso es contundente en el rubro de las escrituras del yo, éstas nunca están solas, nacen en, y son, para alguien más. Las memorias que alguien escribe deben someterse al juicio inexorable de su Otro: el lector proclive a los juicios de valor. Y es que la vida anímica de toda persona está hecha de representaciones (Vorstellungen), y no hay representación sin participación lingüística en el plexo social, lo interno de la memoria es lo externo del juego codificante y recodificante (encoding, retrieval), es por esto que toda autobiografía es performativa, el escritor adquiere identidad en el ejercicio de la grafía misma. La vida (bios) interior es sólo el reflejo narrativo del paisaje intersubjetivamente codificado, por eso el autor muestra su escepticismo frente a las pretensiones tanto del solipsismo como del rigor objetivizante que muestran algunos escritores.
Las muestras más claras del caso mencionado las encuentra Braunstein en los filósofos que intentan purgar su escritura de toda contaminación personal, en los rigores académicos que desprecian los textos “personales” sin caer en cuenta que ellos mismos están atravesados por la daga de la ficción. Se nos recuerda lo sucedido con Pascal, el riguroso jansenista, frente a los ensayos de Montaigne, aquel mostraba un celo airado por “la verdad” que consideraba diluirse en el peligroso estilo ensayístico de su predecesor. Curiosamente, menciona el autor, lo verdaderamente peligroso del ensayo es, en todo caso, su posibilidad de jugar con las máscaras estilísticas de la retórica y la filosofía. Situación análoga es la que se presenta con los cronistas (biógrafos, historiadores, periodistas…) que anhelan contar los sucesos tal como fueron, como si éstos fueran absolutos y portadores de una inmaculada situación ontológica. Pero ¿no son más bien tales “sucesos” el producto de un destino que les es ajeno? ¿A qué se debe que sean justo tales “sucesos”, y no otros, los que deban ser iluminados por una memoria fidelísima?
Al parecer cuesta mucho trabajo aceptar la contingencia y el azar con que emergen, y desaparecen, los acontecimientos, aquellos que son pensados como los verdaderamente importantes y transparentes, aquellos que están amparados por la memoria reiterativa. Contrariamente Braunstein opta, de la misma forma que lo hace Lacan, por abandonar los grandes sucesos y en su lugar atiende des petits papiers, las aparentemente insignificativas estampas de lo inocuo. Pero, como sucede con el canto del gallo en las memorias de Cortázar, puede suceder que justo esos ínfimos reportes sean las claves de acceso a lo que la memoria resguarda bajo la forma de olvido. El libro nos previene contra la memoria que se adjudica la verdad histórica, nos insta a aceptar que toda memoria es el producto de una ficción narrativa y, en todo caso, de una verdad ficcionada, pues no somos sólo lo que recordamos con agrado sino también lo que olvidamos sin saber que lo hemos olvidado pero cuya presencia se puede rastrear en las memorias de lo banal y lo ínfimo.
¿No podría tratarse del desplazamiento de los recuerdos urticantes al nivel de lo indoloro? Y es que no podemos escapar a la lógica fabuladora de un yo que no quiere saber de sí otra cosa que no sea el placer, el yo es el encubridor de sí mismo, su autoengaño. La memoria danza, junto al olvido, alrededor del que parece ser el motivo fundante: el desamparo. ¿Y cuál desamparo más terrible que el experimentado por el infante ante la ausencia de la madre? Los episodios de desamparo no cesarán de reeditarse en la vida desde la expulsión del útero materno, estamos en el terreno del espanto, el olvido eterno, el fracaso total y contundente de la memoria: “somos una memoria consciente del inexorable destino de su trayecto: el olvido”, y los ejercicios narrativos no pasan de ser “heterotanatografías”, extensiones adultas del juego en que el niño sufría la repentina desaparición de su Otro, su espejo. La memoria es un amo alternativo al amo absoluto que es la muerte.
(Reseña de próxima aparición en Metapolítica)
Hice una larga respuesta, parece que todas las operaciones las hice bien y no se punlicó. Grr Ando con escases de inspiración.
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