Cómo ser un gran escritor
Tienes que cogerte a muchas mujeres
bellas mujeres,
y escribir unos pocos poemas de amor decentes
y no te preocupes por la edad
y los nuevos talentos.
Sólo toma más cerveza, más y más cerveza.
Anda al hipódromo por lo menos una vez
a la semana
y gana
si es posible.
Aprender a ganar es difícil,
cualquier pendejo puede ser un buen perdedor.
y no olvides tu Brahms,
tu Bach y tu
cerveza.
No te exijas.
duerme hasta el mediodía.
Evita las tarjetas de crédito
o pagar cualquier cosa en término.
Acuérdate de que no hay un pedazo de culo
en este mundo que valga más de 50 dólares
(en 1977).
y si tienes capacidad de amar
ámate a ti mismo primero
pero siempre sé consciente de la posibilidad de
la total derrota
ya sea por buenas o malas razones.
un sabor temprano de la muerte no es necesariamente
una mala cosa.
quédate afuera de las iglesias y los bares y los museos
y como las arañas, sé
paciente,
el tiempo es la cruz de todos.
más
el exilio
la derrota
la traición
toda esa basura.
Quédate con la cerveza,
la cerveza es continua sangre.
una amante continua.
agarra una buena máquina de escribir
y mientras los pasos van y vienen
más allá de tu ventana
dale duro a esa cosa,
dale duro.
Haz de eso una pelea de peso pesado.
Haz como el toro en la primer embestida.
y recuerda a los perros viejos,
que pelearon tan bien:
Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun.
si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas
como te está pasando a ti ahora,
sin mujeres
sin comida
sin esperanza...
entonces no estás listo
toma más cerveza.
hay tiempo.
y si no hay,
está bien
igual.
CHARLES BUKOWSKI
La congelada de uva
"Me vomito sobre todos, me cago en sus jetas, los asusto y los hago sufrir, los pongo en jaque. Soy francamente dichosa cuando logro enmudecer a los que miran o escuchan o sienten lo que hago. Feliz de borrar sus estúpidas sonrisas de comercial, de tirarlos de sus baratos andamiajes y verlos caer y revolcarse en el vacío sin saber de dónde agarrarse, no les enseñaron este juego. "
No sé me importa un pito
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus en celos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
OLIVERIO GIRONDO
El efecto Smellville
Por Fabrizio Mejía Madrid
Me ocurre con demasiada frecuencia no recordar lo que digo. Y los demás le dan la importancia a mis palabras que sé que no tienen. Por ejemplo, parece ser que fui yo el que dijo en el funeral de un amigo muerto de un infarto tempranero: “Él que no bebía. Está visto que uno se puede quedar sin amigos armado tan sólo de una taza de café y un pastelito”. Y cuando Rocío hacía sus maletas para dejarme murmurando mientras yo me mostraba sorprendido: “¿Pues no eres tú el que dice que la gente no cambia, sólo se agudiza?” Nada de eso recuerdo haberlo dicho pero ahí están los otros para recordármelo. Es como si el mundo fuera una especie de eco tan retardado que me regresa una imagen que no está bien. Una imagen distorsionada en un ápice: podría ser yo, pero no creo. No quiero.
Por eso, cuando Canalizo me llamó no comprendí:
—La televisión con olor. Tengo el prototipo —y al oír mi silencio incómodo agregó: —De lo que hablaste el otro día. Que uno pueda oler lo que aparece en pantalla.
Apenas tuve una cierta memoria de una conversación de hace siglos y que yo creí que versaba sobre la verdad y la mentira. En algún momento, aparentemente, dije: “¿Quieres verdad en la televisión? Bien, pues poder oler las imágenes. Eso es verdad. Lo demás es la demagogia de siempre”. Canalizo no sólo lo recodaba sino que había puesto manos a la obra mientras a mí me dejaba Rocío, conocía a La Rimel, mi nueva mujer, y me quedaba en las mañanas viendo televisión por hacer algo. Hace meses que no leo una línea. Los bits golpean más fuerte que las líneas ágata. Ágata. Vaya nombre de la esclava griega de Anónimo. Los bits son lo de hoy: de lo que va de Allen Ginsberg con un tamborcito a los cadáveres abiertos en la mesa del forense/galán/detective. Ah, ése Gil Grissom. Cómo lo quiero por sagaz y lo odio por taimado.
Así que terminé por reaccionar al invento de Canalizo. La televisión que huele. ¿Cómo lo habría logrado? Canalizo es un viejo amigo que, mientras yo vagaba por las calles en busca de monedas para ir al cine, él estudiaba. Somos distintos. Por ejemplo, si se descompone un televisor, yo soy del tipo que lo agarra a zapatazos, que le grita, que se calma y le habla suave. Para mí los objetos están vivos y merecen el mismo trato que las personas: amenazarlas o seducirlas. Para Canalizo es un reto mecánico: lo abre, lo revisa, mueve cables, extrae tarjetas verdes con chips, lo pone de regreso en su lugar, y lo enciende. Somos distintos depredadores. Si se descompone un objeto, lo insulto, y compro uno nuevo. Por eso necesito siempre tener más dinero que el que calculo. Canalizo no y tiene su casa llena de reliquias; parece un bazar. Todo funciona en su casa pero parece extraído de una utilería de 1970. De hecho, no sé cómo nos hicimos amigos. Seguro él tiene la reconstrucción de nuestro primer encuentro en algún lugar de su memoria.
Cuando llega a mi casa trae un aparato de película del Santo: una pecera conectada a un tubo, bolsas que se inflan y desinflan, y un decodificador de televisión por cable tan viejo que dan ganas de dejarlo en el parque para que alguien más lo tire. Sonríe con su dentadura postiza que se extrae para hacer bromas a los niños que no son suyos, y explica:
—Según estudié hay seis aromas básicos: frutal, floral, resinoso, especiado, pestilente, y quemado. Éstas bolsas contienen perfumes que, de acuerdo a una codificación en este disco, se irán liberando y mezclando para crear una atmósfera. En cada escena del disco que puedes ver en tu DVD hay un bit que activa cada bolsa y así opera esta carcacha.
—Los bits, lo sabía —le digo perplejo.
No ha venido desinteresadamente, por supuesto. Quiere que seamos socios: él pone en prática la televisión que huele y yo, como siempre, el dinero. Me explica cómo echarlo a andar y me pide una opinión “desinteresada”.
—Pruébalo con tu nueva chica: ¿La Rimel? —dice y luego pide prestado el baño.
Se va y sé que se ha llevado una prenda íntima de mi mujer. Había una sucia en el baño y ahora no está. Canalizo es un cerdo.
* * *
Lo pusimos en práctica esa misma noche. La televisión debe estar en la recámara pues es lo que sostiene a cualquier pareja: no hablar. Así que nos acostamos y vimos aquel documental de la vida de los conejos. Poco a poco comenzó a oler a la pradera. Luego a conejos sucios. Fue cuando comenzaron a copular que estalló el caos: las abejas se agolpaban en la ventana tratando de entrar a esa pradera llena de perfume de flores. Lo hacían desesperadamente, intentando bordear la ventana y escurrirse por una rendija. Los gatos tallaban la puerta con sus uñas queriendo cenar conejo. E incluso algún perro solitario aulló a los lejos oteando el almizclado olor de la cópula. El único remedio fue cambiar el capítulo en el menú. Las abejas se convencieron de que no había nada para ellas en la mesa del forense y entomólogo Gil Grissom. Todo fue silencio. Pero ahora la peste a muerto era insultante. La Rimel empezó con arcadas. Una mosca gorda se metió por debajo de la puerta y le dio vueltas a la televisión salivando. Gabriel, el vecino de arriba, llamó por teléfono:
—Se te echó a perder algo afuera del congelador.
—No, Gabriel, estoy probando el prototipo de una televisión que huele y estoy viendo Crime Scene Investigators. Siesay, pues.
—Bájale a tus olores, mano —y colgó.
Tuvimos que apagar la televisión. La Rimel se quedó dormida en la sala porque el olor de la recámara tardó en irse, a pesar de que encendí un ventilador. En la oscuridad, viendo la cortina moverse pensé en todo lo que de monstruoso tenía el invento de Canalizo. Una televisión con olor despediría a los actores pestilentes y contrataría sólo a los que huelen bien, como hace mucho el cine despidió a los gangosos y contrató a los entonados. Los conductores de noticias no sólo tendrían que verse bien sino perfumarse y lavarse los dientes. No se valía leer noticias con la boca apestando a la cena de berenjena y dos brandys. Pero había sido mi idea. O al menos eso alegaba Canalizo. * * * Por supuesto Canalizo volvió a escucharme con más atención que yo mismo. Le dije mis temores sobre una televisión que invadiera tu casa con olores, las quejas de los vecinos, la atracción que los olores ejercen sobre los insectos y los gatos. Tomó notas muy atento en un cuaderno de cuadrícula chica. Asintió con la cabeza, mordió el lápiz y se le movió la dentadura postiza. Era un tipo repugnante pero uno se hace amigo de la gente por sinrazones, no por una evaluación estética. Él mismo, inventor de la tele que huele, no podría aparecer nunca en pantalla. Siempre olía a maíz frito. Sudaba garnacha el desgraciado.
Persuasivo como era, salí de su casa con un nuevo disco y más bolsas de perfumes. Arguyó que había cambiado los comandos y que ahora todo sería distinto. Y lo fue. Los cadáveres de Gil Grissom despedían aromas frutales moderados. Las abejas no alcanzaron a notarlos desde afuera. Y La Rimel me pedía que le retrasara al momento en que hacían la primera punción al cadáver de una mujer asesinada y violada —en ese orden— porque según ella olía a lavanda durante dos segundos. La sangre tenía un olorcillo alcanforado. Canalizo se estaba luciendo. Luego vimos una película donde Angelina Jolie y Wynona Ryder son unas locas en un manicomio. Entre el olor a desinfectante de pino La Rimel y yo no alcanzamos a diferenciar el olor del deseo cuando coquetean una con la otra. Sin saber por qué La Rimel y yo empezamos a desnudarnos mutuamente con furor, obviando botones, cierres, y calcetines. Cuando terminamos, la película había finalizado y la pantalla mostraba un reportaje sobre Al-Qaeda y los ataques terroristas. Del decodificador emergió el olor del miedo. Nos abrazamos. Yo gritaba dando órdenes. La Rimel se estremecía bajo las cobijas. Terminamos saliendo del apartamento y corriendo sin rumbo por la noche. Sudamos el pánico y regresamos agotados.
* * * Estas cosas tienen que tener nombres en inglés, si uno quiere venderlas. Hubiera querido llamarlo SBS, es decir Smell Broadcast System, pero Canalizo opinó que podría prestarse al juego de palabras como Smell Bull Shit y que, acaso, era una sugerencia nada más, no sé qué opines, podría llamarse Smellville, como un homenaje a Supermán. No me interesa Supermán y no entendí nada de lo que dijo Canalizo. Pero en vez de ir a verlo para firmar un contrato para hacernos ricos, me quedé en la recámara con La Rimel. Estábamos enganchados a la televisión. Poníamos una y otra vez la imagen de Wynona inclinándose a Angelina y besándola y nos entraban unas ganas incontrolables de tocarnos. Luego, nos gustaba alterarnos con Bin Laden festinando la caída de las Torres Gemelas. Eran unos escalofríos demenciales. Y terminábamos con el corazón partido de un cadáver de Gil Grissom despidiendo lavandas, resinas de eucaliptos, y jengibre. Dormíamos con la pausa y despertábamos para seguir oliendo. No contesté el teléfono en días. Hasta que una tarde agotados de feromonas, adrenalinas, y endorfinas, el olor se terminó. Insulté al decodificador. Exprimí las bolsas de perfumes. Necesitábamos más. Nuevas sensaciones.
Fue entonces que Canalizo volvió a escucharme sonriendo de lado mientras yo, con los ojos inyectados, con calor en las orejas, le rogaba me diera más olores para mi televisión. Ya no importaba lo que viéramos, le dije, sino el deseo, el miedo, la tranqulidad que pudiéramos inhalar. Canalizo se tomó la parte trasera del oído y se exprimió algo que después olió. No hizo gesto alguno. Sólo murmuró:
—Y tú que creías que eso era la verdad.
—¿Qué? —le respondí mientras le tomaba el cuello entre mis manos.
Y me dio lo que restaba de fermomonas, destiladas de una tanga de La Rimel, adrenalina, y sus seis tipos de olores. Pasé el resto de la semana enganchado a la televisión hasta que comenzó a perder su efecto. Los olores ya no nos sorprendían. La Rimel bostezaba y prefería dormir. Yo mismo ya no sentía el golpe del olor inicial, se había convertido en una atmósfera de la recámara que flotaba, inepta, por el aire. Viendo a La Rimel dormida le llamé a Canalizo.
—No puedo aumentar las dosis. Atraerían a los insectos, ¿recuerdas? Lo que puedes probar es infringirte dolor. Pídele a tu mujer que te martille un pie. El dolor aumenta la percepción del olor. Dolor, olor. Por algo tienen que rimar.
Y lo hicimos, por supuesto. Ella me cortó un muslo y yo le quemé la punta del meñique. El efecto era inmediato pero duraba poco. La intensidad se recobraba tan sólo para ceder al dolor necio de nuestras heridas. Con moretones, cortadas, quemadas, La Rimel y yo nos dimos por vencidos. Apagamos la televisión.
Esa noche mi mujer y yo nos vimos obligados a hablar. Y sucedió lo que siempre ocurre cuando alguien recuerda lo que he dicho antes, sin querer, sin esperar la consagración. La Rimel recordó: “¿Pero no fuiste tú el que dijo que amar era pensar que alguien es más importante que ver la televisión?” Cerró la maleta y me abandonó.
Para dejar de llorar
La súplica a Samas
Gilgamesh le dice, al valiente Samas:
«Después de andar (y) errar por la estepa, ¿Descansará mi cabeza en el corazón de la tierra Para dormir a través de todos los años? ¡Deja que mis ojos contemplen el sol, A fin de que me sacie de luz! La oscuridad se retira cuando hay luz suficiente. ¡Ojalá el que esté en verdad muerto vea aún el resplandor del sol!»
Gilgamesh y Énkidu
Para mí no hay alegría, atravieso las puertas del dolor.
Para mí no hay alegría, atravieso todas las puertas.
No hay salida. No hay salida.
Cuán hermoso el cuerpo que acariciaba,
el cuerpo que acariciaba con tanto placer.
Cuán hermoso campo de suspiros,
el cuerpo que acariciaba...
Yerro. No conozco más el mundo.
A quien he querido ya no está conmigo.
Yerro, acierta mi destino.
Vapor de aguas profundas no me deja ver.
Aguas de muerte que atravieso con los ojos.
Acierta el gusano, un día, dos días, tres,
la vida, la eternidad, acierta,
el gusano sobre el cuerpo que acariciaba.
¡Cuán hermoso!
¡Hermosa arcilla! ¡Preciosa arcilla del apsu!
Has colmado de estremecimiento mi corazón,
de angustia mis venas,
¿A dónde me has llevado?
¿En dónde estoy?
No quiero que las aguas me toquen.
Para mí no hay alegría, atravieso las puertas del dolor.
Para mí no hay alegría, atravieso todas las puertas.
No hay salida. No hay salida.
Seis días, siete noches,
derramé mi semen.
Creí en la vida. Creí.
Me arrancaste de Uruk, corrí tras de ti,
Un día creí.
Seis días, siete noches,
contemplé mi semen.
Vacío blanco.
Seis días lloré,
siete noches me cubrí de tinieblas.
Salí de Uruk, subí a la montaña,
di muerte a los demonios,
salí de mí.
Para mí no hay alegría, me siento en todas las mesas.
Tomé tu cuerpo, que habitaba todos los cuerpos,
yací en tu regazo, gocé tu posesión,
tomé tu sexo de arcilla, yací contigo, oscuro apsu.
Caí, no me levanté antes del sexto día,
el séptimo me marché tras de ti.
Quise ofrecer un último beso al león,
un beso a la pantera, uno al cuervo,
muchos a los ojos de la tarántula.
¡y el agua tan dulce del río! ¡Oh Éufrates!
¡Viejas aguas donde abrevaba mi manada!
¡Amargura! Descubrí su amargura.
Te abracé, lloré semen sobre tu sexo de agua,
Te abracé, te prodigué brazos solares,
cerré las puertas y te acaricié.
No hay salida.
Estoy atrapado en la carne de dios,
dios que sangra, que eyacula.
¿En dónde estoy?
“¡Bah, qué sabes de la vida!” dijiste,
“Te llevaré a Uruk”, tomaste mi mano.
Yací con hieródulas que realzan sus formas,
que ajustan su seno y trenzan el peinado.
Me llevaste a Uruk.
Bebí, metí a mi cuerpo amarga cebada,
¡Qué sabía de la vida! Sólo gritos bestiales,
dolor animal suspendido en el río,
sólo conocía las miradas del terror.
¡Me dejaste sin hogar!
No hay camino de regreso, no sin lágrimas,
no sin visiones nocturnas que torturan mi carne.
¿En dónde me has dejado?
No encuentro la salida.
Para mí no hay alegría.
Ninsut mi madre, Ninsut, la del prepotente bramido,
Ninsut me ha mentido,
¿Por qué parir a este dictador?
Mi madre no conoce el mundo
¿Por qué tanta mirada de ternura? ¿Por qué el falso consuelo?
“Vendrá a ti el amor, su poder será grande,
como un trozo de cielo será grande su vigor,
como a una esposa lo acariciarás, de ninguna manera te abandonará”
¡La mentira me ha dado a luz!
¡Acierta el gusano!
¡La arcilla no miente!
Entro al apsu, quito de mi cuerpo las sandalias,
el manto y el cinturón,
tiro el cetro, la corona, entro al destino.
Yerro. No conozco más el mundo.
A quien he querido ya no está conmigo.
Contemplo el rastro de mis lágrimas blancas,
mis humedades, mi oscura voz,
todos los sexos de mis suspiros,
todas las formas de la arcilla.
Cuán hermoso el cuerpo que acariciaba,
el cuerpo que acariciaba con tanto placer,
el cuerpo que trabó mi cuerpo en lucha.
Como dos astros que chocaban.
Como dos toros, dos bramidos,
¡se estremecieron los muros!
Cuán hermosa arcilla moldeé
caja de gusanos que arrancaba el corazón.
¡Cuánto te amé!
¡Todas tus encarnaciones!
Por ti desprecié lo alto, rompí el cristal del cielo,
cayeron las nubes, cayeron las estrellas,
hice llorar a los dioses, rompí el gozo del cielo.
Y ahora me abandonas,
ahora duermes, no escuchas.
¡Despierta! ¡Despierta!
Arranca al gusano de la noche,
invisible gusano de tormenta,
¡Abre los ojos! Disipa la tiniebla.
Cansado estoy de llorar, cansado de creer.
Para mí no hay alegría, atravieso las puertas del dolor.
Para mí no hay alegría, atravieso todas las puertas.
No hay salida. No hay salida.
Don de sí: leer a Bataille
El pensamiento de Bataille es, pues, irremediablemente paradójico, y el encuentro con él es siempre peculiar y enigmático. Lo que nos abisma en él es el vértigo que surge de la "comunicación"2 de lo imposible y lo posible, el salto fugaz del exterior en el interior y viceversa. Más allá de sus atrevidas interpretaciones de la sociedad y del hombre que nos ofrece, es la invitación al derroche de la propia razón y la destrucción de la representación de sí mismo lo que mantiene atrapado sin amarras en la tensión de su lectura. Así como la palomilla encandilada vuela libre y, al mismo tiempo, prisionera de la luz de la lámpara, así se consume el pensamiento en la alucinante a-discursividad del discurso batailleano. Así, pues, lo que mantiene en el discurso batailleano es la posibilidad del no-saber y, a su vez, el no-saber-se: "como la desdichada mosca, obstinada en el cristal, me mantengo en los confines de lo posible, y heme aquí perdido en las fiestas del cielo, agitado por una risa infinita"
http://docs.google.com/Doc?id=dfpj722b_13djz5qffg
Payasos y filósofos
Óscar de la Borbolla
Habitaciones
Andamos por la vida buscando certezas. Las lecturas que ofrecemos esta semana tienen el objeto de desestabilizarlas. Los dos textos que podrán leer abajo nos permiten asomarnos por la cornisa de diversos mundos: los textos de Copjec, el cine de Kiarostami, la filosofía islámica… Estos textos no presentan certezas, son una invitación múltiple a distintas habitaciones del mundo que habitamos. Habitaciones que en ocasiones ignoramos.
Así, ofrecemos a nuestros lectores el texto de la conferencia “The Imaginal World: Between Paris and Tehran” que Joan Copjec leyó el 8 de mayo en México invitada por 17, Instituto de Estudios Críticos. Compartimos también con ustedes el comentario que Susana Bercovich hizo a dicha conferencia. Esperamos que estos textos despierten la curiosidad…
The Imaginal World: Between Paris and Tehran
Joan Copjec
...One could multiply examples, but my point is that evidence of the transhistorical curve of Oriental wisdom is abundant. And yet our modern historicist consciousness makes us suspicious of the authenticity of this evidence. We fear being duped by finding in the past only “false friends,” rudimentary prefigurings of our own ideas projected backwards onto ideas and circumstances alien to our own. We tend to think that the past is defined only by those who lived before us. Oriental wisdom is not, however, merely a thinking whose traces can be uncovered throughout the post-classical history of philosophy, it is the initiator of a robust transhistorical challenge to historicist consciousness, a theory that vouches for the authenticity and necessity of these backward projections, these recreations of the past. Islamic philosophy does not view the herm eneutic journey backward (ta’wil) as one through which we impose our own way of thinking on an unreceptive past; rather it begins from the premise that the past imposes itself on us, uproots us from our way of thinking, and requires us to actualize it in the present. Recreations of the past are not errors of an imperious ego or will; they are responses to an imperative that supersedes both ego and will...
Para leer completo: http://17.com.mx/index.php?parent=1&cont=5&ht=971