NO SOY UN PERVERSO. Mi trato con las muñecas es meramente comercial.
No me es fácil habituarme a ellas . Apiladas en cajas en un rincón de mi cuarto,
solía imaginarlas con recelo o con odio. Pero nunca intente destruirlas o malbaratarlas.
Si deseaba deshacerme de ellas, era solamente por necesitar el sustento.
Sé que las mujeres y los niños me miran con miedo y morbosidad, cuando salgo con mi pequeño maletín en la mano. Algunos me acusan de sonámbulo. No puedo desmentir tales acusaciones, pero prefiero desoírlas para
evitar pensamientos qu puedan conducirme a cualquiera de los pecados . Los hombres me observan impertinentes, y sin que lo sepan adivino sus deseos de pegarme hasta verme manchado de sangre, humillado al implorar perdón entre lloriqueos. Pero, como los niños, no se atreven siquiera a hacerme burla.
Sé que los gordos no podemos ser elegantes. Yo lo intento y creo haber logrado disimular a veces la desfachatez que conlleva a toda obesidad. Aliño mi ropa cuidadosamente y me arreglo matemáticamente delante del espejo, espantando cualquier asomo de vanidad. Sin embargo, lo gastado de mi traje me delata, y el sudor y los resoplidos a que me obligan las escaleras al subirlas , desfiguran mis intentos de elegancia.
Delante de los clientes, debo fingirme simpático, aún cuando al sonreír me sea imposible ocultar mis dientes consumidos por el tabaco. MI mano gorda y flácida, casi amorfa, produce una sensación desagradable al estrecharla, debido al sudor producido por el trabajo de cargar el maletín largamente. He notado que quienes sufren esa sensación, que no dudo en calificar de asquerosa, no saben qué hacer. Algunos se frotan los dedos mientras una mueca les desdibuja sutilmente el rostro. Otros tratan de aparentar que no han sentido nada. Casi todos no saben dónde poner la mano, ni que decir. Sólo un hombre elegantemente alto acertó a secarse con el pañuelo. Ninguno ha corrido a lavarse las manos.
Al disponerme a abrir mi viejo maletín, las niñas me miran petrificadas, con ojos enormes en espera de milagros. Las madres, en cambio, creen estar siempre apresuradas y me ven como a un merolico dispuesto a la estafa. Ciertamente no soy un juguetero, a quien se mira con despectiva ternura, pero mi oficio me presta una dignidad difícil de entrever. Pausadamente dispongo mis trebejos y trato de animar las pálidas muñecas, a las que de otra manera yo mismo encuentro horrendas. Aprender a caminar con ellas no me fue fácil. Uno debe evitar encorvarse como vendedor de lotería, y los pasos cortos deben ser exactos y graciosos. Al precisión al andar debe carecer de afectación.
Mientras llevo de la mano a la muñeca, le coqueteo a madre e hija, sin mayor deseo que el de una buena venta. Sé que se cuentan historias irrepetibles acerca de mis bajos propósitos pediátricos. No necesito desmentirlas: las niñas saben que mi mirada es pura , con toda la pureza de que es capaz el odio.
Cuando recibo el pago, cuento los sucios billetes con avidez tacaña delante de los compradores. No es por ambición : si lo fuera, sería agiotista. Es por dejar lo más repugnante de mi en la muñeca, que atormentará las noches de esa niñas que no saben qué soñar. Entonces me despido con una pérfida mueca que no intenta ser sonrisa, dejando ver la putrefacción de mi boca.
Nunca he vendido muñecas rusas por que creo que son de espías o de degenerados. He aprendido a inventar historias para cada muñeca, que cambiarán cuando una niña esboce una nueva, más ramplona y baladí. Jamás me he enamorado de ninguna de ellas , aunque lentamente he comprendido que les voy dejando un poco de mi vida, que debo prestarles para dar sentido a su rostro, que de lo contrarío permanecería impersonal, tal y como me ven desde las cajas, en la noche, cuando me van robando el alma. Pronto seré un cadáver viviente, un muerto vivo que deambula por las calles asustando a la gente. Ya no sé siquiera por qué enseño a escribir a la muñeca que tengo en mis piernas.