Sufrimiento y subjetividad en San Juan de la Cruz


“Nadie puede soportar la vista de lo infinito”
Luis Blackfeldt

I. El mecanismo del deseo y del sufrimiento.

Aun el lector menos atento de los escritos sanjuaninos no puede pasar por alto la presencia en ellos del deseo y del sufrimiento. Sin embargo, ciertas escuelas interpretativas tienden a sobreponerles una ascesis estoica y un culmen ataráxico, y a imponer sobre las experiencias emotivas del místico el valor de un virtual objeto trascendente.
Pero, como veremos adelante, el deseo y el sufrimiento son estructurales en la enseñanza del santo español, y ningún objeto trascendente puede anularlos. Por el contrario, la experiencia mística caracterizada por San Juan potencia las dimensiones afectivas y camina en contra de los modelos estandarizados de espiritualidad. El hecho está en la insistencia sanjuanina en el abandono de las meditaciones religiosas externas (incluyendo las experiencias extáticas). Esta es la exigencia que se debe afrontar para atravesar la “noche” mística; no basta suspender sólo la sensoriedad externa, también todo remanente del “sentido” que se hubiera asilado en las cavernas interiores debe ser extirpado (toda “exterioridad interna”).
Pero ¿por qué habría alguien de suspender el horizonte de las certezas y arrojarse a un abismo nocturno? Dice San Juan:

“Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras”

Muchos se conforman con una espiritualidad de “flores”, pero el deseo de alguien como el santo de Ávila no se satisface con gozos inocuos: “ni por gracia y hermosura/ yo nunca me perderé” . San Juan pretende acceder al verdadero placer, al gozo superlativo, por eso asciende por una original “escala mística” que consiste en:

10. Identificación total con Dios.
9. Ardor del alma en suavidad.
8. Aprieto del deseo por parte del alma.
7. Atrevimientos vehementes del alma.
6. Toques del alma en Dios.
5. Impaciencia en la codicia y placer hacia Dios.
4. Sufrimiento que no fatiga al alma.
3. Obras acompañadas de sentimiento de inutilidad.
2. Búsqueda asidua de Dios.
1. Enfermedad del alma en amores.

En esta escala, como se puede observar, se combinan los sentimientos dolorosos con los placenteros. Pero no responden a fuentes afectivas distintas; el placer y el sufrimiento, lejos de contradecirse, son manifestaciones del mismo deseo.
Pero se debe tener presente que el deseo sanjuanino, siendo tan ambicioso, no tolera la fruición meramente sentimental: el alma mística “ha de desear con todo deseo venir a aquello que excede todo sentimiento y gusto” . Es decir, si bien los placeres ínfimos deben ser suspendidos, el deseo primario no puede ser negado pues es la columna misma del sentimiento místico.
Aquí es necesario tener clara una disyunción interpretativa:

a] Los gozos deben ser negados (a priori) porque son gozos:
“x” es gozo y debe ser negado,
“y” es gozo y debe ser negado,
etc.

Para que no exista ningún tipo de placer en el alma.

b] El genuino gozo debe ser buscado:
“x” no es verdadero gozo y debe ser desechado,
“y” no es verdadero gozo y debe ser desechado,
etc.

Para que al final el deseo primario se sacie con el gozo superlativo.

Yerran quienes piensan que San Juan niega el placer por ser placer. Más bien lo que sucede es que San Juan no está dispuesto a sacrificar el Placer por los placeres, el Deseo por los deseos, ni el Apetito por los apetitos . Y cada vez que San Juan resiste entregarse a la pluralidad, el Deseo se concentra y fortalece, se convierte en pasión. De esta manera el místico se descubre como un “varón de deseos” que no se conforma con una “pobre y escasa manera de gustar de Dios” .
Pero tal abandono de las vías ordinarias del placer implica dolor. Como dice San Juan: “todo es para más penar/ por no verte como quiero” . Esta clase de deseo se traduce en malestar pues supone una ausencia profunda. Para el místico la vida, de esta forma, se convierte en una tortura, en un “vivir lastimero”, un “auténtico purgatorio... entendido en el sentido más sombrío del término... un auténtico infierno” .
Alguna vez había dicho Johan Tauler que quien pretendiera gozar doblemente de Dios lloraría sangre. San Juan no quería gozar doblemente, sino infinitamente. Para él estaba destinado que las noches amargas y terribles se convirtieran en horrendas y espantosas , que el ascetismo aplicado a los placeres inmediatos palideciera ante el surgimiento de un sentimiento de vacuidad producido por la tensión de un deseo inflamado.
El sufrimiento consecuente llega a ser tan grande que dice San Juan que el sujeto que pueda resistirlo ya no necesitará el tránsito por el purgatorio . Se trata de “dolores de infierno” que hacen aflorar los “gemidos de la muerte” . Tales dolores responden a la conciencia de indignidad que a su vez hace “tanto sentimiento y pena para el alma... que le parece aquí que la ha Dios arrojado” (“Elí, Elí, ¿lama sabactani?”) . Y el sentimiento de desamparo existencial se torna tan insoportable que el alma “tomaría por alivio y partido el morir” .
San Juan se hace eco del salmista cuando dice:

“De la manera que los llagados están muertos en los sepulcros, dejados ya de tu mano, de que no te acuerdas más, así me pusieron a mí en el lago más hondo e inferior”

Pero al lado de este sentimiento de desamparo coexiste una conciencia del sentido del dolor. San Juan presenta una espléndida metáfora . Un hermoso madero, al que se le aplica fuego, comienza a perder su humedad, muta su color natural a un color oscuro, se ennegrece en compañía de hedor. Pero el fuego, cuando pasa de la superficie del madero a su interior, hace posesión de él y le hace participar de su fulgor.
San Juan quiere ser fulgoroso, por eso no duda en entregarse al dolor, pues “el alma que de veras desea sabiduría divina, desea primero el padecer” . La privación de los gozos se convierte así en el medio de unión mística:

“¡Oh Noche que guiaste!
¡Oh Noche amable más que la alborada!
¡Oh Noche que juntaste
Amado con amada
amada en el Amado transformada!”

Pero decir que el sufrimiento es el medio de unión equivale a decir que el deseo -la fuente del sufrimiento- es el medio. Dice San Juan que todo se debe abandonar menos “la voluntad tocada de dolor y aflicciones y ansias de amor de Dios” . Lo cual quiere decir que, para llegar al máximo gozo, todo se puede abandonar menos el reducto inalienable: la subjetividad deseante (y por tanto sufriente).
Pero ¿cuál es la fuente del deseo, y por tanto del dolor? ¿qué experiencia es capaz de sintetizar gozo y sufrimiento? o mejor dicho ¿qué tipo de experiencia es capaz de anular la diferencia entre las afecciones? ¿cuál es el “objeto” del deseo?

II. El objeto polisémico del sentimiento.

La respuesta de muchos a estas preguntas no es vacilante, se trata de Dios (el judeo-cristiano). Pero acerquémonos un poco más al concepto sanjuanino de “Dios”. Recordemos que el proyecto del santo avilés consiste en las noches -activas y pasivas- del “sentido” (la sensibilidad sensorial) y del espíritu (entendimiento, memoria y voluntad). Lo cual implica una ascesis del objeto del deseo: no se trata de un objeto con modos sensibles, inteligibles o sobrenaturales . El objeto de la experiencia sanjuanina es “amodal” (no posee atributos, no tiene personalidad, carece de características racionalizables...).
Sin embargo, históricamente se ha dado una triste asociación de la mística sanjuanina con el concepto tradicional de Dios. Pero esto se debe, en parte, a que en el mismo San Juan existe una tensión entre el lenguaje judeo-cristiano (con un aparente apego a las Sagradas Escrituras y a la autoridad de la Iglesia), y el lenguaje de lo que él llamó Theologia Mística (lleno de alusiones emotivas exquisitamente confusas).
En ocasiones San Juan parece hablar de un Dios personal (antropomorfizado), y en otras de un Dios que no cabe en ningún atributo. Por momentos el Dios sanjuanino es un amoroso Dios cristiano, y otras veces se parece más al Dios inefable de los neoplatónicos.
Para superar la virtual contradicción primero debemos tener en cuenta que en la prosa sanjuanina se establece una hermenéutica teísta basada en la certeza de que el objeto de la experiencia mística es un Dios personal. Tal es la interpretación del propio Juan de la Cruz y, con él, de la Iglesia Católica y los teólogos teístas, para quienes la experiencia mística no tiene significado sin este contacto real con el Dios judeo-cristiano. Esta perspectiva parece estar firmemente sostenida en evidencias textuales, en las que parece notorio que sin un Dios personal la mística sanjuanina pierde todo su valor. El “Dios cristiano” parece ser concepto imprescindible para comprender a San Juan.
Pero en la prosa sanjuanina, efectivamente, debemos ver al Dios cristiano sólo como concepto, como una idea regulativa que San Juan recoge de su tradición religiosa, y que le sirve para hablar de una experiencia espiritual intensamente emotiva. El Dios personal que se encuentra, por ejemplo, en el Cántico espiritual y la Llama de amor viva, está inmerso en una “personalidad” emotiva, es una entidad amante y amable, pero también es inefable y escapa a toda comprensión intelectual porque nadie puede explicar las cosas que hace sentir . Es decir, el Dios personal, que se presenta como correlato afectivo de la subjetividad mística, coincide perfectamente con el inefable Dios sin modo , pues éste igualmente escapa a los marcos discursivos de la razón.
La oposición entre el Dios sin modo y el Dios amante es aparente; son dos formas distintas de presentación de una misma cosa. Ya sea que hablemos del “Dios sin modo” o del “Dios amante” nos remitimos siempre fuera de los márgenes de la discursividad, hablamos del “objeto” de una experiencia subjetiva caracterizada por una emotividad incomunicable.
Por esto es una lástima que la interpretación de los escritos sanjuaninos haya sido dominada por una ortodoxia teísta que privilegia al Dios personal. En San Juan se entiende porqué existe una vacilación terminológica, se comprende porqué el Dios personal funge como la piedra angular de su experiencia mística. Pero lo que no está justificado es que un lector, ajeno a la experiencia sanjuanina, deba partir de la misma certeza subjetiva. Para este lector debiera ser un compromiso teórico partir de la incertidumbre y no abandonarse a la tentación de una lectura teísta .
Desgraciadamente tal distancia precautoria hacia el teísmo no es común, sin embargo existen honrosas excepciones. Hay quienes, por ejemplo, ven en la belleza de la Naturaleza el referente “ontológico” de la genuina experiencia mística. Para ellos se trata de una experiencia estético-metafísica, pues suponen que el místico parte de una contemplación lírica y extática .
Otras lecturas que pretenden distanciarse del teísmo son las que enfatizan que la experiencia mística es básicamente una experiencia amorosa. El único peligro de esta postura radica en hipostasiar el amor, en convertirlo en síntesis metafísica de la realidad, en lo absoluto, es decir, convertirlo en un atributo del Dios teísta .
Algo semejante ocurre con las lecturas fenomenológicas de la mística. Cuando se defiende que el objeto de la experiencia mística es lo numinoso se debe cuidar la argumentación para que este “objeto”, como dato fenomenológico de la conciencia, no pase al plano de una exterioridad cosificada .
Sin duda una de las más interesantes lecturas no teístas es la que considera el Vacío como el “objeto” místico, tal como sucede con ciertas escuelas orientales (principalmente budistas), o bien como se observa en Dionisio Areopagita, quien considera a Dios una especie de “Nada”, pues "ni vive, ni es vida, ni es sustancia... ni es cosa alguna de las que no existen, ni tampoco de las que existen” . Pero también el “vacío” puede significar conciencia de ausencia de referente, como sucede con el sujeto que se ha sumergido en los abismos de su interior y no encuentra más que su propio yo. Para este "místico" la experiencia interior delata la ausencia de Dios, sabe que adentro no hay nada. Un defensor de esta tesis es Georges Vallin , quien defiende que la experiencia mística “se réduit... au Néant et à la mort”, que nace de los deseos de la voluntad y que posee un carácter meramente irracional , de manera tal que, si el místico fuera consecuente con su experiencia, no podría ir más allá del vértigo de su angustia y su ateísmo .
Pero aunque esta lectura ofrece una interpretación de la experiencia mística prescindiendo de todo objeto trascendente, corre el riesgo de “esencializarla”, de parcializarla a través del agotamiento de sus posibilidades (“La experiencia mística se reduce sólo al vacío...”). Nosotros consideramos que esta postura se torna dogmática cuando se niega a aceptar otras posibilidades hermenéuticas (incluyendo al Dios personal).
Lo que es definitivo es que, sea Dios o el Vacío, el objeto de la experiencia mística es un “rayo de tiniebla”, incompartible, inexpresable , y ciertamente una especie de nada. De lo cual se sigue que este “objeto” no permite elaborar sobre él una metafísica teísta, pero tampoco atea. Lo único que tolera es “la que llaman Teología Mística, que quiere decir sabiduría de Dios secreta”, a la cual se llega sólo a través de una fe abismada en lo informulado.
La fe mística está libre de objetos racionales, no trabaja con objetos modales, más bien entabla una compleja relación con un “no sé qué” que escapa a toda comprensión . Lo cual provoca un estado de “balbuceo”, de desapego a toda comunicación racional, de soledad subjetiva que no comparte razones.
Pero lo que nos debe importar no es la correcta determinación del referente de la experiencia mística, sino comprender por qué dicha experiencia es tan polimorfa como para permitir múltiples significados, siendo a su vez la misma experiencia.
La clave está en la noción de un Dios amodal, sin atributos, carente de rasgos inteligibles y lejos de las determinaciones claras y distintas. Dice Tersteegen que “un Dios que concebimos no es Dios” , y esto se aplica al Dios sanjuanino, un Dios que no es Dios (al menos no el de la religión ordinaria).
Se puede decir que aquel No Sé Qué consiste en un vacío de comprensión, pero también en una plenitud de significado afectivo; lo cual desafía al Dios del teísmo. En virtud de esto se comprende por qué el misticismo, del cual San Juan es maestro, es tan peligroso, tan potencialmente lleno de heterodoxia, e incluso de herejía.
Y efectivamente, la experiencia mística que se puede leer en San Juan es potencialmente auto-referente, carente de Dios , o mejor dicho, profundamente subjetiva. Lo cual nos lleva a pensar que el “Dios sin modo” es un Dios subjetivo, una forma terminológica a través de la cual San Juan transita de la exterioridad de un Dios autónomo a la interioridad de un Dios relativo:

[gráfico]

Un brillante sanjuanista como lo es Georges Morel comprende las consecuencias teóricas que trae consigo la concepción de un Dios sin modo: cada alma tiene un Dios a su medida . Tal vez San Juan no quería concluir tanto, pero lo cierto es que el Dios amodal y la subjetividad mística comparten el mismo espacio, e incluso podemos pensar, en función de que un Dios sin modo requiere un alma sin modo , que se implican mutuamente.
Por eso San Juan está convencido de que el místico es completamente libre, pues, al no haber para él un Dios que coerciona desde el plano externo de una supuesta objetividad, para él “no hay ley” . Y en esto coincide con la definición de “Dios” que daba Charles Secrétan: “Yo soy lo que quiero ser”. No en vano Kierkegaard, en un momento de lúcida intuición sobre el mecanismo subjetivo del misticismo, afirma que “el místico se elige a sí mismo”, y “elegir a Dios, se trata... de lo mismo” .
Se considera convencionalmente que en la experiencia mística el “yo” se desintegra en la fusión con un Dios absoluto, pero éste no es el caso de San Juan. En el proyecto sanjuanino siempre existe un remanente subjetivo. Y si consideramos que el “objeto” es un Dios sin atributos, el espacio subjetivo es mucho mayor. Ni el sujeto se desintegra, ni queda opacado por alguna otredad. Por el contrario, se afirma en lo más profundo de su ser, halla su verdadero eje de existencia, una espiritualidad ubicada en la “parte superior del alma” .
Y a pesar de que no existen términos denotativos precisos, ni en San Juan ni en sus críticos, que permitan entender con claridad cuál es esa “parte superior del alma”, sí existen caracterizaciones generales ubicadas en algunos términos comunes: centro, fondo o raíz del alma ; lo de más adentro ; lo interior ; lo escondido ... Todo lo cual nos remite a “cosas tan interiores y espirituales”, tan difíciles de asir conceptualmente, que nos hacen pensar en la dificultad de hallar un término preciso que las refiera con exactitud.
Nosotros podemos decir que se trata del centro y raíz de la subjetividad . Pero como ésta es tan amorfa y afectiva, tan espiritualmente profunda, que de nuevo no encontramos un término construido ex profeso para referir dicho “fondo”. Es por esto que nos permitimos la licencia de proponer un signo: . El cual puede ser leído como “centro de la subjetividad”, “fondo del alma”, “emotividad subjetiva profunda”..., y que puede leerse como subjetividad alefática (lo cual no tiene mayor pretensión que la de crearnos una convención nominal con la cual referir a esa “parte superior del alma”).
Como es obvio pensar, dicho  entra en estrecha relación con el Dios sin modo, y puede ser visto como su “centro” , pero también es su abismo .  es la intersección de la totalidad de cosas (“Para venir a poseerlo todo...”). Y sería un craso error considerar que la subjetividad alefática sólo se reduce a la experiencia de éste o aquél objeto.
Lo que es un hecho es que el objeto primitivo y elemental de la experiencia alefática es el propio sujeto. Y no puede ser de otra forma, puesto que la subjetividad que ha sido depurada por el paso de las noches místicas llega a un punto donde ya no puede renunciar a sí, donde encuentra su dimensión inalienable, que es la que goza “pasivamente” la experiencia mística.
Esto nos permite coincidir con una de las enseñanzas básicas de todo misticismo, la identificación sujeto y objeto: el Sujeto es el Objeto, y el Objeto es el Sujeto. Pero considérese que no se trata del sujeto ordinario sino del sujeto reducido a su esencia (la subjetividad alefática).
Pero entonces ¿por qué parece que la experiencia mística siempre está ligada con un “objeto” determinado? Por el sistema de creencias previo a la experiencia (en el caso del místico), y por el sistema de creencias con que lee el intérprete. Es decir, los “contenidos” que se predican de  son dados a posteriori, en la racionalización de la experiencia .
Lo único común en las experiencias alefáticas es la inefabilidad, la sensación de profundidad interior, la radicalidad existencial de su significado subjetivo. En algunos casos, por ser tan significativa la experiencia, emerge de manera natural el deseo de comunicarla, pero con esto comienza el proceso de racionalización.
El concepto que suele ser convocado para rendir cuentas de ese No Sé Qué alefático suele ser “Dios”, pues satisface las exigencias metafísicas y externalizantes del místico. Pero también, como mencionamos anteriormente, este objeto puede ser visto como el Vacío, el Amor, la Belleza... Todas las lecturas son válidas siempre y cuando consideren que tales determinaciones ontológicas son productos de una racionalización posterior a la experiencia. O sea, no se vale determinar de manera exclusiva el objeto, que sería tanto como darle un atributo al Dios sin modo .
Con todo, la reificación de la experiencia alefática obedece a un mecanismo comprensible. El sentimiento, pasional en San Juan, opera con la directriz que ha impuesto el deseo. Por esta razón la subjetividad alefática termina por ser definida en términos de un objeto determinado (a, b, c...):

[gráfico]

La experiencia alefática puede apuntar a distintos blancos. De aquí que los estados de ánimo que se reportan sean tan variados . Usualmente el gozo llena al místico, pero también puede suceder que el sufrimiento sea intolerable. Todo lo determina el deseo subjetivo, el impulso centrípeto hacia el eje existencial del propio sujeto, y también lo determina la respuesta a la toma de conciencia de ese  que está en el centro de la vida. De cualquier forma, la anulación del sufrimiento, en el místico, no está garantizada.
No es extraño enfrentarse a místicos que, después de haber concentrado la atención en su interior, encontraron sólo miseria y contingencia. Para Heinrich Suso, por ejemplo, la experiencia mística consistía en tres aspectos fundamentales: tristeza inmoderada, melancolía desordenada y duda violenta . Y no es justo decir que tales místicos son “imperfectos” . Más bien se debe concluir que la subjetividad alefática es polisémica, tal vez porque es profundamente emotiva, o quizá porque revela y reduce a su estrato básico el impulso inconsciente del deseo. El hecho es que la experiencia mística revela la desintegración diferenciadora del sufrimiento a través de una sensación simultánea de vacío y plenitud. La experiencia alefática borra las fronteras del sufrimiento, lo cual implica a la vez su eliminación y su total ensanchamiento a través de una curiosa fusión con el placer extremo. De esta manera el sufrimiento místico se convierte en un “ardor suave”, una “regalada llaga”, una llama que consume y no da pena.

III. El sufrimiento amodal: la soledad.

Precisemos un poco las etapas del sufrimiento en San Juan de la Cruz. Se deben distinguir al menos tres momentos. En el primero el sufrimiento responde a la insatisfacción provocada por un deseo intenso (deseo que, por otra parte, lleva a cabo una ascesis de su objeto). En un segundo momento el sufrimiento se convierte en una fusión -y confusión- de dolor y gozo (dependientes de la polisemia de una experiencia mística amodal). ¿Pero qué pasa con el sufrimiento después de esto? ¿Qué obtiene el místico de la experiencia alefática? El tercer momento consiste en un cambio de actitud y perspectiva frente al mundo.
En esta etapa el místico, al haber gustado el “mosto de granadas” en las “bodegas del Amado”, ya no encuentra más arrimo en el mundo, toda compañía se torna ingrata, el deseo se intensifica, y esto hace que el místico menosprecie la vida (“esta vida no la quiero”). El desideratum vivido volátilmente conduce al místico a quejarse de los caprichos seductores del amor azaroso (“no tomas el robo que robaste”), y en el vaivén de esta tensión se moldea el último rostro del dolor: una “profundísima y anchísima soledad”, “un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin”, un aislamiento completo .
El místico llega a conocer, como pocos, el vacío y la plenitud en que yace el objeto divino, conoce su soledad: “El Amado no se halla sino solo afuera en la soledad” . Así surge una revelación radical, se harán manifiestos los límites de la racionalidad y del discurso, el místico quedará sólo “balbuciendo”, se convertirá en un sujeto “solitario... de todas las cosas enajenado y abstraído” .
Los nexos del místico con el mundo de los hombres se debilitan. Pierde su confianza en la comunicación humana, no quiere más mensajeros ignorantes de lo subjetivo, tampoco quiere ser vulnerado (“y todos más me llagan”). Sólo se permite una relación estético-subjetiva con la naturaleza: con “los valles solitarios nemorosos”, “los ríos sonorosos”, el “silbo de los aires amorosos”.
Pero el esteticismo no elimina la revelación mencionada, la soledad descubierta impide al místico salir de sí . No en vano Leibniz se impresionó por las conclusiones filosóficas que pueden obtenerse de la noción mística de un “alma sola ante un Dios solo” . Sin embargo, si se quiere obtener una conclusión de la soledad sanjuanina, ésta debería consistir en el silencio. Sobre la experiencia mística no podemos edificar conjunto alguno de proposiciones metafísicas. Además, la esperanza de encontrar en una mística solitario-subjetiva respuestas a problemas racionales puede resultar ingenuo, pues la soledad que emana de la experiencia mística habla de su condición anti-metafísica. Lo único que podemos extraer de tal soledad es la conciencia del inmenso valor de la libertad subjetiva (revelada por una experiencia amodal).
Martin Buber comentaba que “fue en los más solitarios donde el pensamiento se hizo más fecundo”. Este es el caso de San Juan de la Cruz, en quien la soledad tuvo contados y extraordinarios momentos de alivio. Como se puede observar en el Cántico, todo el tiempo existencial está en función del breve instante en el que parece llenarse el vacío y satisfacerse el deseo. Pero todo el tiempo restante consiste en sufrimiento, ya no como en la primera etapa, ahora es un sufrimiento intensificado por el sello que imprimió en las entrañas aquel Dios sin modo, Dios solitario que descarga su esencia en el sujeto que osó “salir a hacer un hecho tan heroico y tan raro,... unirse con su Amado divino afuera... en la soledad...” .
El místico no rehuye los hechos “heroicos” y “raros”. Por el contrario, se entrega a ellos con una sed espiritual que no se sacia con gozos “claros y distintos”, sino con un indeterminado No Sé Qué. La experiencia alefática cumple esa función, pero la consecuencia es la soledad, pues en un vuelo “tan alto, tan alto... no habrá quien alcance”.
Pero esto tiene su compensación, el místico está seguro que ha de llegar a poseerlo todo, a serlo todo . San Juan no tolera los términos medios, en él todo debe ser sobreabundancia, no importa el costo. De esta manera “de sensual se hace espiritual, de animal se hace racional, y... de hombre camina a porción angelical, y... de temporal humano se hace divino y celestial” . El alma se hace Dios .
El místico determina su inmenso valor espiritual. Y si bien es difícil sostener una perspectiva narcisista en San Juan de la Cruz, sí debemos reconocer una tendencia a una sobrevaloración del yo (que acepta sus profundas miserias pero que es capaz de volar sobre ellas). De otra manera no podríamos explicarnos por qué el sujeto en ascención mística pueda considerarse fuente de pensamientos, tan brillantes y profundos, que llega a pensar que Dios mismo es quien está pensando en él .
El místico responde a un deseo espiritual auto-erotizado, impulso convertido en dolor escalonado. No teme abandonar los “ganados” de los hombres ordinarios, tampoco teme poner en riesgo su racionalidad, y se entrega a un enamoramiento pasional:

"Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.

Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día"


San Juan de la Cruz expresa un ars amatoria misticae , “sciencia sabrosa”, que muestra la pérdida total del sentido en el enamoramiento, en el “toque de sustancias desnudas”, en una entrega total “sin dejar cosa”, entrega que toma lugar en el interior de las “bodegas” () abismales del “Amado” (Dios sin modo).
De esta manera la subjetividad alefática ha logrado abandonar el modelo ordinario de sujeto, la caricatura de subjetividad que era incapaz de satisfacer el deseo, y aun más, que era incapaz de desear. San Juan ha sacrificado el cogito para conseguir el sentio.
La espiritualidad que nos enseña San Juan es una espiritualidad subjetiva, emotiva, sin contenido necesario y que se alimenta de incertidumbre , que puede enriquecernos “alefáticamente”, que embellece nuestro horizonte espiritual a través de un Dios sin modalidad (garantía mística de la libertad de la subjetividad).
En suma, la contemplación mística (intranatural, y no sobrenatural) representa una suprema atención a sí mismo a través de la polisemia del sentimiento (placer/sufrimiento). Pero para San Juan el conocimiento del sí mismo, en su más íntimo abismo, es también conocimiento de Dios. Es un conocimiento de su identidad recíproca, de la libertad de ambos, de su plasticidad, amodalidad, alogicidad y alegalidad. Identidad de esencias que se encuentran en soledad.

BIBLIOGRAFÍA

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BARUZI, Jean, San Juan de la Cruz y el problema de la experiencia mística, Junta de Castilla y León, Consejería de Cultura y Turismo, Valladolid, España, 1991.

BALLESTERO, Manuel, Juan de la Cruz: De la angustia al olvido. Análisis del fondo intuído en la Subida del Monte Carmelo, Península, Barcelona, 1977.

CABRERA, Isabel, “San Juan de la Cruz y el sufrimiento”, en la revista Universidad de México, no.511, agosto de 1993, pp.35-39.

NIETO, José, Místico, poeta, rebelde, santo: En torno a San Juan de la Cruz, FCE, México-Madrid-Bs.As, 1982 (col. Lengua y Estudios Literarios).

MOREL, Georges, Le sens de l’existence selon saint Jean de la Croix, 3 vols. (v.I: Problematique; v.2: Logique; v.3: Symbolique), Aubier, Paris, 1960.

OTTO, Rudolf, Lo santo. Lo racional e irracional en la idea de Dios, Alianza Editorial, Madrid, 1985.

VALLIN, Georges, “Essence et formes de la theologie negative”, en Revue de metaphysique et de morale, abril-septiembre, 1958, pp.167-201 (esp.192-196).


[artículo publicado originalmente en el libro Religión y sufrimiento editado por Isabel Cabrera y Elia Nathan, UNAM, México, 1996]

2 comentarios:

  1. Dios la luz y el camino. El infierno es la unica verdad.

    Artículo aburrido!!! ABURRIIIDOOO!!!

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  2. Anónimo: gracias por tomarte el tiempo de leerlo, aunque, por lo que escribes, no creo que hayas entendido

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