A partir de una conferencia dictada el 25 de agosto de 2004 en Belo Horizonte, en el marco de un simposio anual de sociedades psicoanalíticas, y seguida de un curso universitario entre 2005 y 2006 en la École Pratique des Hautes Études, Élisabeth Roudinesco inicia una exploración histórica y crítica del concepto de “perversión”, viaje que culmina con la publicación de La part obscure de nous-mêmes (París, 2007).
La perversión es vista como “un fenómeno sexual, político, social, psíquico, transhistórico, estructural, presente en todas las sociedades humanas”, es decir, lejos de adjudicarse sólo a ciertos parias morales constituye una hebra intrincada que se adhiere a la naturaleza misma del ser humano. Esta “conciencia maldita” permeará la travesía de Roudinesco a lo largo del espectro histórico de la perversión, travesía antes realizada por Freud, Bataille y Foucault, a quienes la psicoanalista francesa reconoce como antecedentes directos de su investigación.
De entrada, lo perverso ejerce de manera ambigua su poder sobre quien lo analiza; por un lado, se impone como abyección repulsiva cuyo territorio se antoja calificar como “inhumano” y, por otro, seduce numinosamente, en especial, cuando se puede reconocer en determinados perversos una dosis de genialidad, de irrestricta libertad, incluso de creatividad artística. Y es que la perversión está unida a la naturaleza humana, habla de sus insondables posibilidades, y sean cuales fuesen éstas, aun las tenidas como innominables por su grado de crueldad, no pueden ser expatriadas de “lo humano” ni calificadas de “bestiales”. El perverso revela lo ignoto de la naturaleza humana. Sin embargo, se le constituye como chivo expiatorio de una conciencia fantástica que descarga sobre él todo lo anómalo para facilitar su propia exculpación.
LAS NOCHES OSCURAS
La travesía histórica comienza en el Medievo, donde encontramos las primeras nociones de lo que llamamos “perversión”. Por ejemplo, el vocablo “pervertere” puede definirse como “volver al revés, volcar, verter, erosionar, desordenar”. Dada esta semántica no debe caber la menor duda respecto a que los místicos, y determinados hombres sagrados, pueden ser comprendidos bajo la noción de perversión. En ellos hay una especie de inversión axiológica, una satisfacción en el discurso anormalizante, que los lleva a consagrar lo nimio, lo excluso, lo repelente, la “nada”, y no bastando con esto también hubo quienes trastocaron la normalidad de sus prácticas corporales y se convirtieron en peritos de una “ciencia experimental” dedicada a explorar los límites del cuerpo, para lo cual recurrieron a prácticas extremas de autodestrucción como la flagelación, la batalla contra el sueño, la ingesta de vómito de enfermos, la continencia extrema de excrecencias o el uso de éstas contra el orgullo de la carne, todo en una delirante simbiosis del placer y dolor.
El biógrafo de Liduvina de Schiedam, Joris-Karl Huysmans (él mismo un “místico esteta fascinado por la abyección”), nos recuerda los voluntarios desgarros de esta mística de los siglos XIV-XV, que siendo enormemente bella eligió su autodestrucción a seguir siendo objeto del humano deseo. De este modo, prefirió enfermar y sufrir gangrenas, úlceras, epilepsia, peste y dislocación de miembros, incluso habituarse a dormir en una tabla cubierta de estiércol que, de cualquier forma, no haría menguar sus éxtasis.
Para Roudinesco, “el discurso místico se nutre de desviaciones, de conversiones, de márgenes, de anormalidad. Lo que se trata de captar, en su modo de pervertir el cuerpo, corresponde al orden de lo indecible”. De hecho, siguiendo una hipótesis de Michel de Certeau, afirma que la mística prefigura al psicoanálisis en su escepticismo respecto a la unidad del sujeto y en la crítica al privilegio de una conciencia racional.
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