Eros y anomia en Georges Bataille

(publico aquí íntegro el texto sobre Bataille debido a que algunos tuvieron problemas en accesar a su versión en línea a través del sitio de Metapolítica)

Desde las postrimerías del paleolítico es irrefutable la presencia de lo que podemos llamar una “simboepidermis” en el ser humano, una naturaleza exomorfa que se monta sobre las condicionantes inmediatas del cuerpo. Esta simboepidermis opera como máscara estructural que funciona como escudo protector contra la intemperie de un entorno carente, en sí, de orientación simbólica. En tal conformación temprana de lo humano los referentes primarios del “sentido” comienzan a ser problematizados, es decir, comienzan a ser afrontados como proyectos de trabajo espiritual, de apuntalamiento del mundo a través de significados que se presumen permanentes y “naturales”. A propósito de clarificar este asunto traigamos a las mientes Le suicide de Émil Durkheim, en tal ensayo sociológico se tipifican tres casuísticas básicas de la interrupción voluntaria de la vida, la primera y más extendida tiene su asiento en el carácter “egoísta” que considera insufrible todo tipo de pérdida (salud, status, posición económica…); la segunda se ubica en el carácter “sacrificial” de la persona que considera que su muerte propicia la remisión de una tragedia (considerada mayor a la de su propia muerte); y la tercera, la más atractiva desde la óptica del sociólogo francés, relativa a las situaciones de pérdida de cohesión subjetiva con el plexo social, en las que las fuerzas de las principales instancias de significación se someten a las fracturas de una actitud escéptica que actualiza un estado de anomia presocial, de desconfianza frente al horizonte de significados que hacen posible el funcionamiento de la realidad. De esta última esfera se desprenden interesantes hipótesis de trabajo sociológico, por ejemplo la posibilidad de considerar a la sociedad como la realidad humana, “la realidad” fuera de la cual no hay posibilidad de producción y reproducción de significados. Vivir en sociedad implica ajustarse al andamiaje orientador que sustenta la gran muralla que separa-protege al clan de una “exterioridad” anómala, amorfa y disolvente. Quien se atreve a desanudar las cuerdas mentales que lo mantienen ubicado en el domo de los significados se somete al cause de un río turbulento que termina en la insania, atravesando previamente por las estaciones del colapso racional, el descomprometimiento ético y la desorientación afectiva.

Quisiera poner este escenario como horizonte de interpretación del fenómeno erótico según lo presenta Georges Bataille. En el libro Las lágrimas de Eros el autor pretende defender, a través de un entablamento básico de la historia del erotismo, una noción de lo erótico como disidencia del orden establecido por una civilización fundada en las nociones de fin, utilidad, trabajo, cálculo y racionalidad. El hombre prehistórico, se nos comenta, ha dejado suficientes elementos que permiten reconstruir grosso modo su mentalidad, y esto se aplica por igual al erotismo. Bataille, por ejemplo, se centra en algunas especulaciones a partir de una escena rupestre hallada en las grutas de Lascaux, aquella en donde se presenta un bisonte herido de muerte (sus entrañas se desparraman a causa de una herida por flecha) frente a un hombre con cabeza de pájaro cuyo falo erecto está claramente marcado y que puede ser interpretado como muerto por una embestida del bisonte. Esta escena es coincidente, o al menos así lo cree el pensador francés, con la leyenda bíblica del pecado original, pues convergen en el mismo plano simbólico la conciencia de la genitalidad y de la muerte, la culpa, la tragedia y el trabajo.


En las lianas de un marxismo heterodoxo

Para Bataille todos los vestigios prehistóricos apuntan a una casuística laboral de la cultura humana, no hay hombre, tal como lo conocemos, sin fuerza de trabajo, sin concreción de esa fuerza en la manipulación-transformación del entorno, y en esto es completamente dócil al análisis hegeliano marxista aprendido a través de Alexandre Kojève, apuesta todo a la tesis de que “el trabajo es el fundamento del ser humano”; por la vía de la conciencia laboral se despegó la humanidad de la animalidad, entró a un mundo nuevo, el entorno dejaba de ser ese espacio de percepciones ligadas a actitudes instintivas más o menos inmediatas, el hombre ya no vivía más en el mundo de la “inmanencia” animal, desde entonces comenzó la habitación de una realidad compleja. Justo aquí entra nuestra lectura, el trabajo es esa segunda naturaleza que ha obligado al hombre a plegarse frente a un entorno que se ha convertido en horizonte de enigmas frente a los cuales despliega sus mejores armas culturales para asirlo, echa mano de todo cuanto esté tamizado por la persecución racional de fines, pues esto es lo que le enseñó la actitud laboral al ser humano, obrar de acuerdo a un plan, una utilidad, un beneficio. Y tales fines sólo son creíbles en el contexto de una lógica comunitaria que, llegada al clímax de sus exigencias, sacrifica la vida interior en aras de la comunicación del homo faber cuyo trabajo es la matriz del nomos, su pivote, desde el que se determinan las formas de lo inteligible, lo racional, lo humano.

El trabajo nomizador emparejó toda actividad bajo el yugo de la conciencia de la utilidad, y esto se impuso por igual en el ámbito de la sexualidad. La fruición instintiva del animal permanecía en el cuerpo humano, pero éste se había separado significativamente de ese entorno bestial, se había hecho discontinuo y trascendente en relación a él. El conflicto se hizo patente cuando la exterioridad de la norma imponía a los cuerpos la acotación reproductiva, el fin de la multiplicación utilitaria del clan; la sexualidad se sometió al dominio de esa exterioridad, y con el paso del tiempo se acostumbró a la metamorfosis sustitutiva del “sentir rico” por el “sentir útil”. Un orgasmo no beneficia al clan, un hijo sí (virtual cazador, recolector, guerrero…). Esta ha sido la lógica histórica de la expulsión de la voluptuosidad del horizonte del nomos, voluptuosidad que permanece en los registros del cuerpo y que sobrevive en cada individuo no obstante la afrenta moral que conlleva. El único uso conveniente de la sexualidad es el que se somete al fin reproductivo, de ahí que toda acción sexual que esté desprovista de la inteligencia comunitaria está condenada por el derroche extático que conlleva, pues no incrementa la ganancia, no fortalece al clan, no acaece a la luz del nomos-realidad.

El erotismo es la sombra de la sexualidad, su retorno simbólico a la inmediatez inconsciente, es una pérdida (de utilidad) y un exceso (de gasto). Así entendido se puede comulgar con Bataille cuando afirma que “el deseo ardiente se opone a la vida”, afirmación desconcertante prima facie, y es porque el deseo erótico, atrincherado en las sombras periféricas del nomos, es una amenaza a la norma que resguarda celosamente “la vida” (y sus consortes: la verdad, la razón, el bien, la belleza, la serenidad). Georges Bataille no repara en matices cuando ubica al erotismo en el horizonte de “lo diabólico”, y si bien tal noción es deudora de la tradición cristiana, como bien acota Bataille, sirve para marcar lo erótico como dimensión contradictoria con “la vida”. El individuo que se entretiene más de la cuenta en la inutilidad del placer se expone a la seducción de las fuerzas disolventes de la existencia humana, corre el riesgo de dar la espalda a un mundo que lo ha constituido como fuerza laboral productiva y, por ende, de perder las convicciones sobre las que descansa el mundo racional, mismo que pierde, conforme avanza la fruición en la inutilidad, su poder de aglutinación en el anonimato colectivo en donde sólo hay lugar para una imagen monolítica de la realidad.


La voluptuosidad del delirio

El erotismo es herético por antonomasia, opone el cuerpo del placer al cuerpo del trabajo, fustiga los cimientos mismos de la mente civilizada, golpea duro contra el perfil de la serenidad con los martillos de los gemidos en los que confluyen las risas agónicas y las lágrimas consonantes de la pequeña muerte. El plano mortuorio abre su manto para acoger la conciencia erótica de la manera más trágica posible pues, a diferencia del animal desprovisto de conciencia de muerte, el hombre desfallece ante un mundo indiferente al deseo de la perpetuación del gozo. En el erotismo no hay salvación, pues mientras todo proyecto de redención implica la consagración de los artificios del colectivo y el deseo de permanencia en los significados, el erotismo es la fuga semántica, la renuncia al fin utilitario, la antípoda del trabajo. De ahí que la actividad erótica esté nimbada con la angustia que se instala en el momento mismo del abandono de los hábitos de orientación social, de significación del entorno, de construcción de “la vida”. Tal angustia revela cuán dependiente somos del nomos, cuán difícil es el retorno a la indiferencia, a la continuidad de la inmanencia, y nos coloca de frente a la sensación del absurdo, y es que somos a fin de cuentas (hemos llegado a ser sólo) conciencias en las que el nomos ha inoculado milenios de pavor a la carencia de sentido ontológico.

El erotismo es pues una empresa de lo imposible, y esto vincula la voluptuosidad al delirio, al enloquecimiento de una razón excesiva que se ha vuelto contra sí misma a través de la conciencia de no saberse ella su propio fin. La razón batailleana es, de esta manera, la clausura del poder omnímodo de la norma, el desdibujo de un nomos que se sabe contingente y secundario, una razón con minúsculas que se ha separado de los afanes positivistas, razón casi contradictoria que termina por ser ubicada en el pabellón de las nimiedades. En su lugar irrumpe con violencia el deseo, pero no sólo en su clásica modalidad genital, sino en complicidad lúdica con todo aquello que libera al individuo de la tensión verticalizante del nomos social; el erotismo, como ámbito por excelencia del placer, encabeza una nueva conciencia, lúdica, violenta y compleja que se reapropia del cuerpo arrancándoselo al imperio utilitario. Lo imposible es el arrancamiento total, la devolución sin hipotecas, la vida en la muerte.

Lo imposible es bifronte, es desideratum enloquecido de conjunción vital y mortuoria, dialéctica del deseo que se resuelve en muerte (“muero porque no muero”), plataforma de un éxtasis orgásmico que no es sino una “petit mort”, una temporal entrega a la inmanencia de los cuerpos, un olvido contingente, violencia espasmódica que conduce a la atopía de la locura. Por estas razones Bataille insiste en la demarcación por lágrimas, en su goteo trágico sobre las pieles del deseo, en la violencia que vierten sobre el curso cotidiano, pues de no ser así no comportarían experiencias “al límite de lo posible”, experiencias ensordecidas por el estruendo de la caída en los múltiples abismos de la vida interna.

Y es que en las lágrimas, como en las risas francas, Bataille encuentra una fuga significativa de la energía requerida por el nomos de la utilidad, se trata de excedencias que recuerdan nuestra pertenencia a una naturaleza donde se dan los más enfebrecidos derroches de vitalidad y exhuberancia, fuerzas invertidas en el dispendio mayoritariamente improductivo. Las afecciones emocionales puestas en juego por la experiencia erótica son, de esta manera, registros de la inmanencia que grita en los cuerpos el imperativo de vivir los instantes como eternidades ilimitadas, como orgías desbordantes, y este es justo su peligro para el nomos, actualizar un vitalismo desbocado capaz de dinamitar los diques de los interdictos que presionan al individuo.

Disolución y disolutos

Es claro que para Bataille todo interdicto es sello de la mentalidad laboral, por lo mismo su valor es relativo (al aspecto comunitario), y es la iluminación, por defecto, del camino de retorno a la inmanencia de la vida interior a través de su necesaria trasgresión. Por esta razón se debe desconfiar de la patologización a priori de todo intento de reversión de la norma, del afán adaptacionista de los discursos mayoritarios del psicoanálisis y la psiquiatría. Por el contrario, la trasgresión del interdicto debe ser leída como el triunfo parcial de la excedencia contra la parálisis de la subjetividad, tal como sucede en las fiestas sagradas en donde se fractura temporalmente el orden establecido y se permiten todo tipo de licencias. La convicción batailleana es que el interdicto está ahí justo para ser violado, el tabú vale en tanto preformación de la anomia de lo sagrado que irrumpe justo en su violación.

Pero el violador no debe conformarse con la trasgresión controlada de la fiesta, debe entregarse a la seducción de la desobediencia en tanto ésta lo dirige de regreso a sí mismo, debe someterse a la caída que representa la exposición al mal. Esto es particularmente violento en el caso del erotismo, campo de disolución progresiva y mortal, tal como lo vemos concretado en disolutos paradigmáticos como el Marqués de Sade, Gilles de Rais o Erzsébet Bàthory (o en personajes literarios como Justine, Simona, Madame Edwarda, y un largo etcétera), sujetos donde confluyen voluptuosidades anómalas y todo tipo de excesos que marcan su máximo rechazo a la discontinuidad de la vida moral. “Se trata de introducir, dentro de un mundo fundado en la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es susceptible” (Bataille, 1997, p.33), de arrancar al sujeto de “la vida” (es decir, del nomos que llamamos “vida”), aún cuando esto implique la más dolorosa trasformación, pues arrancar al ser de la discontinuidad es siempre lo más violento. Quien se adentra en este mundo debe ser capaz de ver más allá de las imposturas personalistas que hacen del otro un simulacro, un imperativo de negación del placer, y en sentido inverso debe abrir la posibilidad del escándalo, la conducción del otro a su propia muerte mediante el derrumbe de sus convicciones o bien, situación extrema, a través del asesinato (como el mismo Bataille lo planeaba con su consciente amante en la temprana conformación de la sociedad secreta de los acéfalos).

El amor erótico es “un movimiento de pérdida rápida, que se desliza aprisa hacia la tragedia, y que no se detiene más que con la muerte” (Bataille, 1997, p. 330), punto final cuya dicha debe ser necesariamente ininteligible, ingreso en la continuidad indiferente de la que ahora sólo podemos asir su aguda conciencia con los brazos del dolor, pues no hay otra opción aquí ahora, “no tenemos otra salida aparte de la conciencia” (Bataille, 2006, p. 108). Por esta razón el erotismo batailleano no debe ser anclado en las playas genitales, sus alcances son mayores, apunta a una conciencia hipercompleja que hace explotar un misil sobre el orgasmo fisiológico para lanzarse hacia esa zona del deshacimiento en donde se pierden las referencias a significados exclusivos y donde los placeres devienen antípodas unísonas con el dolor, zona de vértigo donde coexisten todas las posibilidades. Esta es la llamada “experiencia interior”, experiencia al límite de la vida, fracturación del interdicto que abre las puertas a la autognosis de una intimidad “santa, sagrada y nimbada de angustia” (Bataille, 1991, p. 56). Pero se debe tener cuidado en su interpretación, no se trata de una “experiencia mística”, tal como se le entiende usualmente, pues no posee adherencia doctrinal ni compulsión probatoria de validez moral, es más bien una experiencia de libertad soberana, de soledad frente a las tradiciones, comunión con una intimidad que ha dejado de ser tomada como “objeto”. De hecho es una experiencia análogamente inversa a la mística doctrinal, es decir, la experiencia de un Dios que se resuelve en Nada, sin forma y sin modo, que hunde al sujeto hasta su disolución.

La soberanía de un nuevo místico

Tales son las ideas centrales que atan a Bataille al regazo de la tradición mística, encuadre que le valió el escarnio de algunos intelectuales (es conocida la polémica que intentó levantar Sartre contra Bataille con el panfleto Un nuevo místico). Pero Bataille nunca se incomodó con el epíteto de “místico”, al contrario, supo evidenciar con tales embates la ridiculez de los prejuicios dogmáticos sobre los que descansamos y la idiotez de las operaciones dicotómicas con las que simplificamos la realidad. Pero es un hecho, la comprensión del erotismo es inaccesible a quien desconozca la fenomenología del éxtasis reportada por la historia de las religiones, pues con ella el erotismo comparte la violencia contra la lógica de lo profano, el delirio ambiguo que se debate entre la sensación y la apatía, la seducción del silencio, la urgencia del sacrificio, el vaciamiento del “yo”. La experiencia interior busca llegar a su límite, rozar lo absoluto, poner en circulación la posibilidad del éxtasis superlativo en las entrañas del vaciamiento. Dicha experiencia sucede allende la piel desnuda incapaz de transfixión, pues el erotismo de los cuerpos debe ceder frente al erotismo sagrado, en palabras de Malcolm de Chazal (extraídas por Bataille):

“Cual un pez perseguido que bajo el efecto del miedo siente que ‘se vuelve agua’, así en la persecución mutua que es la voluptuosidad –miedo a la alegría, alegría del miedo– los cuerpos se licuan en las aguas del alma, y somos todo alma y muy poco cuerpo […], la voluptuosidad es pagana al comienzo y sagrada al final. El espasmo proviene del otro mundo” (Bataille, 2004, p. 97)

Tal es la conciencia erótica, vida del espíritu que ha conseguido su soberanía no importando la dislocación del mundo, es la conciencia del excedente que se nos presenta como destino exhausto, aniquilación del cuerpo profano y ascenso de la materia embriagada de éxtasis, conciencia dialéctica del encanto festivo y del horror fúnebre, cólera ardiente de la cruel belleza de “lo irreal”. En esto consiste, si valen tales líneas como “descripción poética”, lo que Bataille entiende por soberanía, sacra indiferencia que renuncia al dominio del mundo, afirmación absoluta del escurridizo presente.

La soberanía erótica se afila contra los convencionalismos sexológicos y configura una ontología, una peculiar filosofía nocturna que invierte las valencias axiológicas de la razón occidental, construida con una conciencia “maldita”, conciencia que retira de la muerte el dolor solar, que desintoxica la razón de los ansiolíticos de las terapias verbosas. Y si bien el estilo batailleano pareciera caer la mayor de las veces en manierismos exagerados, y con ello exponerse al desmerecimiento “científico”, esto sucede en la medida del sometimiento al imperativo de una dramatización que marca la elección por la vía ardua. El bosquejo de la soberanía erótica a lo lejos parece ingenuamente salvaje, acostada en la simplicidad del afecto romántico, pero es más que eso, es la transfiguración de Dionisos como filósofo (no como simpático borracho de banqueta), es el umbral de una conciencia compleja capaz de usar críticamente la racionalidad contra los miembros esclerotizados del logos, pues “la razón es la única que tiene el poder de deshacer su obra” (Bataille, 1990, p. 60), es el advenimiento de la sensación de incompletud del pensamiento, insatisfacción antimoderna que somete todo al filo de la duda.

El pensamiento batailleano es radical como pocos, es la aplicación del mazo contra los cimientos de la cultura tout court, pues “es esencial para los hombres llegar a destruir este servilismo al que se aferraron, por el hecho de que edificaron su mundo, el mundo humano, mundo al cual estoy unido, del cual proviene mi existencia, pero que […] lleva con él una suerte de carga, algo infinitamente pesado que está en todas nuestras angustias y que de alguna manera hay que destruir”. Debemos aprender a “deshumanizarnos”, a abandonar la confianza en la acción habituada a la consecución de fines, pues si queremos la soberanía debemos derribar los modelos exclusivos de integración y leer con suspicacia el orden promovido por las instituciones secretoras de significados trascendentes. Por esta razón, como hemos mencionado, aquí no hay salvación, pero tampoco “perdición”, la orientación está ausente, los motores normativos están apagados, y la anomia resultante es un monstruo vaciado de sentidos y voluntades.

El imperio de la felicidad, pecera doméstica llena de virtudes, se opone al cumplimiento de la soberanía, es usual la defección trágica que pone freno al retorno a la inmanencia. Es el miedo la única sensación que puede vetar el derecho a la autoapropiación soberana; el terror de la inteligencia revela su enervación ante la disolución de los significados que cohesionan al colectivo, tal es la lógica del desprecio a los giros poéticos y a las prácticas eróticas condenadas a la inercia silente. La inutilidad de la poesía es la mentira de los cuerpos, es el desfiguro de la sobriedad, el escándalo de la salud. Y al parecer no hay otra opción, Bataille es consciente del artificio con que planeamos la fuga, no hay salida real, no al menos a través de la conciencia que nos mantiene humanos. Pero dicha “imposibilidad” lejos de amilanar a nuestro autor lo espolea para construir una conciencia iluminada por el negro sol que cubre, con el manto de la insignificancia, los puntos nimios y que hace refulgir la muerte imposeíble y desposeedora, pues “la decepción es el fondo, es la última verdad de la vida” (Bataille, 1988, p. 97)


***

Si la decepción es la silueta final de la conciencia batailleana se nos antoja decir que nuestra generación es el cumplimiento de tal propuesta, pero en forma pedestre. Hoy, medio siglo después, leemos a Bataille con la nostalgia del ciego, del mitógrafo, hemos perdido la capacidad de herejía, nuestros interdictos son tan precarios que hacen vacua toda rebelión, hemos adquirido la capacidad de serenarnos frente a las deyecciones más vulgares. Ya no duelen los rayos solares, el gemido del placer que antes estallaba en las bóvedas sacras ha sido absorbido por la ausencia de mitos (único mito inevitable). Aún así, aquel terror que sacudía a Bataille es el nuestro en los días en que se nos fractura de nuevo el subsuelo de la existencia.


REFERENCIAS

Bataille, G., (1988), El Aleluya y oros textos, Madrid, Alianza.

Bataille, G., (1990), L’expérience intérieure, Paris, Gallimard.

Bataille, G., (1991), Teoría de la religión, Taurus, Madrid.

Bataille, G. (1997), El erotismo, México, Tusquets.

Bataille, G. (2004), La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944 – 1961, Adriana Hidalgo Editores, Buenos Aires

Bataille, G. (2006), Les larmes d’Éros, Paris, Éditions 10/18.

Plocnic


El deseo es siempre una
pasión inútil (como había dicho Sartre de la existencia humana en general), pues su objeto es irrecuperable por la fantasía. Tal es el dogma del psicoanálisis freudo/lacaniano. Cada representación fantasmática fracasa en su intento de satisfacción alucinatoria, pues el propio deseo se constituye a partir del la Ley del Padre, de la castración, como carencia constitutiva o Falta. Esta nostalgia -verdaderamente sacerdotal- del objeto perdido: el cuerpo de la madre, ha convertido al deseo en algo tan mitológico como interesante para el imaginario moderno.

Luis Castro Nogueira en La risa del espacio.
Escultura: Plocnic.

Callar y quemarse
















“Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y el dejarte despierta días y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego encima!”.

Federico García Lorca, Bodas de sangre

Sé que ha de volver...

Sé que ha de volver
nuevamente este tiempo.
Lo sé, mas para mí, que no soy nada,
cualquier cosa precaria,
como la primavera, es preciosa.


Tsurayuki
tomado de las Seis Antologías, circa 950-1190.

Jaques Roubaud
El sentimiento de las cosas
Miguel Castellote Editor, 1972.
Traducción: J. Ignacio Fontes

Dios y el caos de la belleza


Caminaba en medio de una procesión, me conducía el viejo maestro, anciano, barbado, cabello cano, traje oscuro y una imposición de respeto y temor, me llevaba al callejón 19600, ahí me llamaba la atención una mujer que vendía escapularios... Me encontraba a la altura de un templo (construido hacia 1915 o 1965), debía llegar a la iglesia gótica que se encontraba justo al otro extremo del callejón, majestuosa, imponente, magnífica, la más alta que jamás se haya edificado. Esta iglesia era el templo de los desposeídos, éstos se arremolinaban en el amplio atrio para entrar, el privilegiado que podía acceder hasta el campanario podía hacer sonar la campana, según el uso corriente de la tradición vigente, pero este privilegio estaba unido a un riesgo, el caer desde la máxima altura. Yo conseguía este honor. En las alturas me encontraba con un tipo que hacía las veces de atalaya, me invitaba, a mí y al maestro, a comer algo, parecía no importar que fueran las cuatro de la mañana. Se nos unían tres tipos, de los muchos drogadictos, ebrios y mendigos que abundaban en esa iglesia. El atalaya nos explicaba el rito principal, un rito popular excepcional: alguien cubría con una manta negra a otro, al parecer a Dios… Entre tanto lograba distinguir a mi madre, me emocionaba y quería contarle que había sido yo quien había tocado la campana esa ocasión y a su vez mostrarle la iglesia entera… Al lado de la iglesia había una gran explanada bordeada por dos cascadas que confluían en un lago desde el cual nacían dos enormes pirámides, una en cada extremo. La vista era excepcional, acentuada por un atardecer hermoso… Yo llevaba una hierba especial en el morral, me revisaba un retén en la entrada-salida del callejón, me echaba a correr, la policía comenzaba a perseguirme pero pude escapar.
De nuevo EL CALLEJÓN 19600 ¡OTRA VEZ!, el maestro entraba por el mismo lugar, la señora de los escapularios me repetía el nombre del lugar, sé que encontraré la iglesia de 1915. Hay mucha gente, me parece un gran carnaval, estoy en medio de tal muchedumbre. Desde lo alto el atalaya me mira, se ríe de nuevo, sabe que he regresado. Siguen escondiendo a Dios, lo sé, lo sé, Él corre al lado de nosotros… Ahora reconozco a una chica de unos 35 años, un tipo de unos 20 y otro que no logro reconocer, al lado estoy yo con una edad de 50 años, se trata de mi espíritu que está atento a sus hijos (los tres tipos antes referidos). Yo estoy llorando, pero estoy muerta...me veo...veo mi envejecido fantasma que mira a los tres personajes. Estos se meten en una calle donde hay una pequeña casa y un jardín con dos tumbas, una es de mi esposo.

Ellos van a cortar flores de su tumba, eran crisantemos... ....los cortan para llevarlas a mi tumba...no se dónde estoy enterrada.

Mientras continúo caminando en medio de la muchedumbre alguien sube a la punta y suenan las campanas. El maestro estudiaba todo con serenidad, entendía lo que sucedía, no se asombraba… La gente se arremolinaba en la entrada de la iglesia, bajaban al cristo de la cruz, lo cargaban, lo pasaban por encima de mano en mano… Todo era un caos, un sacerdote pasaba esparciendo agua bendita mientras afuera parece suceder algo verdaderamente terrible, pero yo no sé nada… Todo se repite, el callejón, la salida, el retén, el escape… esta vez no sé si lograré escapar, pienso que debería haberme desecho de la hierba, tengo miedo, me echo a correr, mucha gente estorbándome, estoy en el metro, caigo a las vías pero no me sucede nada, logro subir a un vagón, los policías me miran desde afuera de manera amenazante. De nuevo, me río, sé lo que va a suceder, no pregunto más por la calle, pero miro a la señora de los escapularios, ella me mira también, sonríe, sabe que he regresado, pero ahora me angustia su sonrisa. Todo se repite de nuevo, 19600, el callejón, sé que al final está 1915, en el atrio el viejo maestro observando todo, mi madre parece también mirar todo pero al parecer está ciega (!). Alguien está subiendo, va a tocar la campana. El caos que rodea la escena parece aún mayor. La gente más pobre de la ciudad sigue pasando de mano en mano al cristo, pero éste ha dejado de ser tal y luce más bien como un borracho, lastimado y lleno de estiércol. Pienso gritarles que no es cristo. La gente no me mira, no puedo hacer nada. El sacerdote sigue esparciendo agua bendita sobre la muchedumbre. El atalaya esta vez llora, quiere hablarme, explicarme qué significa todo eso, pero no puedo escucharlo. El tipo de la capa pasa de nuevo, grita y llora, ya no esconde a nadie bajo su capa. No pude ver a dios. Mucha gente con mascaras grotescas de animales y arlequines. Me asusto, pienso que harán algo con el cristo. Suenan las campanas de nuevo, alguien sube. Corro a donde está el anciano maestro... mi madre se ha ido, siento que jamás volveré a verla. El maestro me dice que ha sido la última vez, que nadie más podrá subir a la punta, se hinca y llora también. Le pregunto qué sucede, no me responde. La gente me empuja, me tira al suelo, pasan por encima del maestro y de mí. Quiero subir, quiero saber porqué ya no podrá ser. El maestro señala hacia arriba, pero la gente me impide ver qué es lo que él mira, sólo veo el rostro del cristo, está en lo alto del campanario, pero no sé qué sucede..... De nuevo la salida, debo correr, el retén... Pienso que esta vez puedo cambiarlo todo, tiro la hierba muy cerca, empiezo a correr de nuevo pero me detiene el llanto del maestro, regreso, me quedo a su lado, miramos al campanario, sigo sin entender lo que sucede, sólo miro al campanario y empiezo a llorar también.

(El sueño se repitió tres veces la misma noche)

El amor oscuro de Valéry

No sería posible 'amar' lo que se conociera completamente.
El amor se dirige a lo que está oculto en su objeto.
Las sensaciones propias del amor están al margen de las leyes de la costumbre

–Lo que es 'amado' resulta, por definición, desconocido de alguna manera. Te amo, luego no te sé.- Así pues, te construyo- te hago y tú te deshaces. Hago mi morada, mi tela, mi nido, un tejido de imágenes para vivir en él, para esconder en él lo que creo haber encontrado. (1913.)

Paul Valéry, Cuadernos. 1894 - 1945, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007, sección "Eros".
















Quisiera poner este escenario como horizonte de interpretación del fenómeno erótico según...

Émulo divino


¡Ay David! Tú allá, libre, sin peso, sin forma, espíritu, nada. ¡Desgraciado amigo! ¡Te has fugado! Encontraste el coraje en tus últimas pisadas, sobre las que nadie más será tan ligero como tu cuerpo lleno de ausencia. Yo aquí repetiré los ritos domésticos, la vileza gris de mis inmundicias. Toma mi ataraxia como devoción, toma mi mano para enseñarme el camino, convierte esta mirada amenazada por el espanto en polvo sin deudas. ¿Es cierto que Dios ríe a carcajadas? En este universo ya amanece el silencio que se comerá nuestros gritos… lo sé, justo ahora nada te sorprende, empiezas a sonreír émulo divino.


Ciudad de México, 7 marzo 2008

El Asesinato de Joan Wallmer

A Nayeli Cardona


I saw the best minds of my generation destroyed by madness,

starving hysterical naked,...

de Allen Ginsberg, Howl

William y Joan caminaban sin prisa por las calles polvorientas del centro de la ciudad. Hacia apenas una media hora que William había recibido la llamada de Carl, avisándole que deseaba comprar el arma lo antes posible y que estaría esperándole en el bar de siempre. Al virar en una esquina pudieron observar la entrada al bar. Entraron en el lugar y se dirigieron a la parte trasera, donde, en un rincón, había una de las pocas mesas que quedaban vacías. La noche estaba cayendo. Tras haber esperado diez minutos, William se levanto de su asiento, se dirigió a la barra y pidió el teléfono para llamar a Carl. Un tanto molesto volvió a la mesa y le comento a Joan que Carl tenia un inconveniente y que tardaría por lo menos media hora. Así que William propuso tomar unos tragos mientras esperaban. Joan, aun bajo los efectos de la droga, asintió y encendió un cigarrillo.

- Esto es completamente absurdo. ¿Conoces algo más estupido que esto William? – dijo Joan mientras William pedía los tragos.

- Lo que pasa es que no te has dado cuenta de la importancia de esta estupidez. Vives tan prisionera de ti misma, como el resto de los mortales, que en el umbral de la huida te sientes estúpida.

- Tu retórica me marea.

- Porque no comprendes.

- No, porque estas demasiado drogado y ebrio. Las palabras son sólo las palabras, alimentan al viento y a tus quimeras.

- El lenguaje es un virus, jauría de parásitos. Ha escogido nuestras mentes como su hábitat, la razón es la enfermedad que provoca. Somos sus esclavos, prisioneros en la prisión perfecta, prisioneros sin saber que lo somos.

- A mi me parece de lo más natural.

- Lo más natural ha sido devastado por el virus, lo que tenemos de más natural es lo más grotesco y pestilente, nuestra propia naturaleza, derruida por las normas, la moral, la ley, la estúpida razón.

Habían pasado la noche en la jerga. Cansados y mal olientes, se escuchaban fastidiados el uno al otro, no había razón para una nueva discusión, querían vender el arma y largarse a donde les esperaba Jack, en un pequeño departamento donde vivían exiliados con su hija.

- La benzedrina y la heroína son nuestro único tren de huida, compréndelo Joan o morirás prisionera – William sabia que tratar de comprender era absurdo, pero no dijo nada.

- La única escapatoria es la muerte, abandonar nuestro estupido cuerpo intoxicado, el lenguaje es sólo una banalidad, tu mismo estas alienado, estupido poeta loco.

- Si colocara el revolver sobre tu cabeza saldrías huyendo, eres demasiado moralina para aceptar la muerte.

- Hazlo.

- Jugaré a ser Robin Hood.

Joan colocó sobre su cabeza el vaso semi lleno de whisky. William extrajo el revolver que hasta entonces había permanecido oculto dentro de una de las bolsas interiores de la gabardina de manta. Se cercioró de que estuviese cargada, la miró por un momento, la coloco sobre la mesa junto a un cenicero, dio un trago al liquido contenido en su vaso e inhalo una larga bocanada de humo. Saco el humo lentamente mientras miraba fijamente a los ojos de Joan que se veía divertida, el mal humor de hace unos momentos se había disipado. Ella sonrió angelicalmente y él volvió a tomar el revolver. El vaso resbaló y Joan alcanzo estorbar su camino, de modo que no se rompió y tubo que agacharse debajo de la mesa para recogerlo. Reía a carcajadas. Sentada de nuevo pudo ver que William apuntaba directamente a su cabeza. La presencia del arma frente a su cara, los tragos y los residuos de benzedrina en su sangre aceleraron el flujo de adrenalina por todo su sistema nervioso.

- Coloca bien el vaso – alcanzo a escuchar Joan sin mucha claridad, como si la voz hubiese venido de muy lejos.

William dirigió su mirada hacia el vaso nuevamente colocado sobre la cabeza de Joan. La vista se le nublaba, nada permanecía fijo, todo fluía sin orden alguno, como si todo estuviese sumergido bajo el agua. Coloco el dedo en el gatillo y casi se detiene a pensarlo por un momento, pero decidió que la vida no es cosa que se piense. Quería ser libre, escapar definitivamente de la prisión en la que vivía. Tiró del gatillo y un estruendoso ruido enmudeció el bullicio del bar. Durante cinco segundos sólo hubo un silencio fantasmal. La gente comenzó a gritar y correr en todas direcciones mientras la sangre, emanando de la cabeza destrozada de Joan, corría sin control por el piso. Quince minutos después William alcanzo a percibir el sonido de las sirenas que se acercaban estrepitosamente. Había permanecido inmóvil con el revolver en una mano y el vaso con licor en la otra. De pronto sonrió ante el cadáver de Joan - jamás, por el resto de su vida, le abandonaría aquella imagen fúnebre - , se sentía feliz, sabia que, al menos en el ultimo momento de su vida, Joan había sido libre.

Javier Tapia


dice que no sabe del miedo de la muerte del amor

dice que tiene miedo de la muerte del amor

dice que el amor es muerte es miedo

dice que la muerte es miedo es amor

dice que no sabe


Alejandra Pizarnik

Habitación eterna

¿Por qué me rendí? Yo era feliz con el pan de mis tristezas, con mi manto negro, con mi sardónica existencia. Era un demonio entretenido con las palabras que engendraban mundos. Tuve un accidente y nadie estuvo ahí para ayudar. Todos se han alejado de mí, por fin han reconocido mis prójimos que soy una plaga, lepra, peligro, desarmonía, lágrimas, desamparo, vacío, insatisfacción, fealdad, escalofrío, fiebre, insania furibunda. Por una extraña razón me alegro de que todos me hayan abandonado, ya nada me ata a la realidad. Viviré en la locura, en la existencia patológica, pondré diques a mi averno para que nadie ose interrumpir su tiniebla, pintaré de ligereza sus paredes, para que me parezca soportable la habitación eterna, cubriré con flores muertas los pasillos para recordarme que todo muere, que ninguna belleza es eterna.

Cubita

Robert Walser y la atopía


REPORTAJE: LOS MICROGRAMAS DE ROBERT WALSER
La inquebrantable ingenuidad
FRANCISCO SOLANO 19/11/2005


Robert Walser nació en Biel (Suiza) el 15 de abril de 1878 y murió, caído sobre la nieve, el día de Navidad de 1956. Su vida, semejante a la de sus personajes, fue inquieta y errática, siempre escapando a cualquier forma de duración o permanencia. A los 14 años abandonó los estudios y ejerció los más diversos oficios: fue empleado de banca, secretario, archivero; incluso sirvió de criado en un castillo de Silesia. Walser despreciaba los ideales de prosperidad, aborrecía el éxito, era incapaz de someterse a ningún tipo de rutina o atadura. Vivió siempre, de un lugar a otro, sin domicilio fijo, con graves problemas económicos. A partir de 1925 empieza a sufrir trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas; se embriaga y tiene periodos de enorme agresividad. Su hermana Lisa, la única ayuda constante que recibió, le recomienda que ingrese en un sanatorio psiquiátrico.

ser: "Su experiencia con la 'lucha por la existencia' le lleva a la única esfera en que esa lucha no existe, al manicomio, el monasterio de la época moderna". Ingresa, probablemente con alivio, en el manicomio de Waldau, de donde será transferido, en 1933, al sanatorio de Herisau. Allí permanecerá, silencioso y olvidado, hasta su muerte. A semejanza de su admirado Hölderlin, Walser enmudece en vida. Sus libros habían despertado el entusiasmo de algunos escritores: Kafka (que lo leía en voz alta a sus amigos), Christian Morgensten, Robert Musil, Walter Benjamin, pero no habían encontrado su público. El editor Karl Seelig, que lo visitó reiteradamente en su encierro y gestionó la reedición de sus obras, ha contado en su imprescindible Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000) que consideraba que "el único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad". Seelig había ayudado a otros escritores y le propuso esa libertad, pero a la pregunta "¿volvería realmente a escribir?", Walser contestó: "Con esa pregunta sólo se puede hacer una cosa: no responderla"
...
en sus textos, las palabras son un fluido casi natural de su imaginación. Su estilo es siempre de aire libre, de vagabundeos y ensoñaciones. Cuando se demora en las descripciones las activa por dentro, dotándolas de vida propia, de movimiento. A veces se detiene y las descripciones adquieren la condición de personajes. A todo superpone un tono de indecisión, de duda aparente: "Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar". En el fondo está advirtiendo que probablemente miente, que acaso el texto no sea más que una tentativa de fuga, un modo incluso reprobable de embozarse en las palabras. Walser devuelve a la escritura su propia suficiencia mientras él se consume escribiendo. De ahí que, en su mundo de renuncias, de propensión a la desaparición, incluso sea deseable prescindir de los artistas: "Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa". Sus personajes están dotados de una rica disposición ante la belleza, quieren disfrutar de sí mismos, pero les horroriza tener éxito en la vida. Deambulan y dedican sus esfuerzos a buscar una habitación, un lugar donde convalecer. Nadie disfruta tanto de la vida, ha escrito Benjamin, como el convaleciente.
...
pero su extrañeza no es sombría. Lo asombroso, lo que resulta extraordinario en Walser es que vivía sus fantasías poéticas, como el resto de la humanidad vive sus ambiciones, o dicho de un modo más taxativo: nunca perdió la ingenuidad. Una ingenuidad que no tiene nada de ignorancia o de inconsciencia. Oskar Loerke, uno de los pocos críticos que saludó fervorosamente sus libros, logró una definición exacta del carácter de Walser: "Su ingenuidad es tan espontánea que después de ser destruida por la conciencia, se presenta tan segura e incólume como si fuera natural". Su existencia fue un compendio de incomprensión, penuria y dolor, pero en sus páginas no se halla ninguna queja. "La peculiaridad de Robert Walser como escritor", otra vez Canetti, "consiste en que nunca habla de motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo". Su obra rebosa de frases tan deslumbrantes como impredecibles. He aquí una que concentra, en su brevedad, su manera de sentir: "En el asunto del amor, todo fracaso es casi una dicha". Aunque escasos y dispersos, no hay ningún lector de Walser que, bajo los efectos de su estilo, que actúa como una música, no se sienta reconfortado y tal vez mejor persona. Leer a Walser nos libera de embrollos éticos y nos limpia de mezquindad. Vila-Matas, en su Doctor Pasavento, lo convierte en héroe moral por su "afán de librarse de la conciencia, de Dios, del pensamiento, de él mismo". Walser se mimetiza para no ser descubierto, no compite por ningún puesto social, se desentiende de la maquinaria que engarza al individuo con el poder. En La rosa, el último libro que publicó en vida, asoma esta insinuación: "Alabar parece francamente trivial". Así pues, escribir con entusiasmo sobre Robert Walser podría resultar incluso ofensivo.

Orfeo Baco crucificado



















imagen escaneada del libro CREATIVE MYTHOLOGY de Joseph Campbell